viernes, 17 de septiembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 7



Dejamos ahora el capítulo IX para ingresar al X, llamado "La cacería". Recordamos que en el capítulo anterior, la condesa de Turgis dejó caer su guante para que lo recoja Mergy, pero este fue empujado por Commingies, el amante de la condesa, motivo por el cual se desafiaron a un duelo.
Al día siguiente tenía lugar una cacería con toda la corte y allí se verá este trío en una especie de "guerra de nervios". ¡Pobres hombres!


Un gran número de señoras y caballeros, vestidos con gran lujo y montados en soberbios caballos, ambulaban aquí y allá por el patio del castillo. Las trompas de caza, los ladridos de los perros y las tumultuosas y galantes palabras de los caballeros formaban una algarabía deliciosa para las orejas de un cazador, pero muy desagradable para otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a Jorge por el patio, y sin saber cómo se encontró al lado de la bella condesa, cubierta ya con un velo y montada en un hermoso caballo andaluz, piafante de impaciencia y que mascaba el bocado, anheloso de libertad. Sobre este animal, que hubiese preocupado al más experto jinete, estaba la condesa sentada en su silla de cuero con tanta tranquilidad como en los sillones de sus cámaras.

El capitán se presentó con el pretexto de encinchar mejor el caballo andaluz.

-¡Aquí está mi hermano! -dijo a la amazona a media voz, pero lo bastante alto para que lo entendiese Mergy-. Tratad con dulzura al pobre muchacho, ya que le tenéis algo loco desde cierto día en que os vio salir del Louvre.

-He olvidado su nombre -respondió ella con brusquedad-. ¿Cómo se llama?

-Bernardo... Fijaos, señora, en que lleva la banda del mismo color que vuestras cintas.

-¿Sabe montar a caballo?

-Vos juzgaréis.

Saludó cortésmente y fue a buscar a una dama de la reina a la cual cortejaba hacía algún tiempo. Medio inclinado en el arzón de su silla, con la mano en la brida del caballo que conducía a su cortejo, pronto olvidó a su hermano y a su bella y altiva compañera.

-¿Conocíais a Comminges, señor de Mergy? -preguntó la condesa de Turgis.

-¿Yo, señora?..., muy poco -respondió balbuceando Bernardo.

-Pero hace un momento le hablabais.

-Era la primera vez.

-Creo adivinar lo que le habéis dicho.

Y a través del velo sus ojos parecían leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama se acercó a la condesa e interrumpió la conversación, lo que satisfizo a Bernardo, que estaba horriblemente azorado. Pero continuó sin separarse de la de Turgis, sin saber por qué, o acaso esperando así causar alguna molestia a Comminges, que le observaba de lejos.

La cabalgada había salido ya del castillo. Los ojeadores lanzaron un ciervo que, rápido, penetró en el bosque; todos los cazadores le siguieron, y Mergy pudo observar, no sin cierto asombro, la pericia de la de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que franqueaba cuantos obstáculos se oponían a su paso. Bernardo, debido a la bondad de su cabalgadura, conseguía no separarse de Diana; pero el conde de Comminges, tan bien montado como él, no se apartó tampoco, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, a pesar del entusiasmo que ponía en la persecución, el otro hablaba constantemente con la amazona, mientras que el pobre Mergy tenía que envidiar a su rival en silencio la gracia, la suficiencia, y sobre todo, el talento de decir cosas agradables, que, a juzgar por el placer con que las oía la condesa, debían de ser muy divertidas... Los dos jóvenes, animados de una noble emulación, se dedicaron a saltar las más altas empalizadas y los fosos de enorme profundidad y longitud, expuestos veinte veces a sufrir heridas peligrosas.

La condesa, de repente, se separó del grueso de la cacería y entró en una calle del bosque, la cual hacía ángulo con otra en la que cazaba el rey con su comitiva.

-¿Qué hacéis? -exclamó Comminges-. ¡Habéis extraviado el camino! ¿No escucháis al otro lado el sonido de los cuernos y el ladrido de los perros?

-Pues bien: tomad el otro camino, ¿qué os detiene?

Comminges no respondió nada y la siguió. Mergy hizo lo propio, y cuando se internaron algunos cientos de pasos por la senda, detuvo la condesa su caballo, imitándole Comminges a su derecha y Mergy a su izquierda.

-Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy -dijo Comminges-. No se le ve ni una gota de sudor.

-Es un berebere que le regaló un español a mi hermano. Mirad la cicatriz de una estocada que recibió en Montcontour.

-¿Habéis hecho la guerra? -preguntó la condesa.

-No, señora.

-¿No habéis recibido nunca un arcabuzazo?

-No, señora.

-¿Ni una estocada?

-Jamás.

Mergy creyó advertir que ella sonreía. Comminges se atusó el bigote con aire desenvuelto.

-Nada sienta mejor a un caballero joven que una herida -dijo-. ¿No es cierto, condesa?

-Sí; pero tiene que estar bien ganada.

-¿Qué entendéis por bien ganada?

-Una herida es gloriosa si se gana en el campo de batalla; pero en un duelo no es lo mismo; no conozco nada más despreciable.

-Me figuro que el señor de Mergy ha hablado con vos antes de montar a caballo.

-No -dijo secamente la condesa.

Mergy aproximó su caballo cerca del de Comminges.

-Caballero -le dijo en tono bajo-, en cuanto nos hayamos divertido un rato con la caza nos podremos apartar a algún soto escondido, y espero que os probaré que no he hecho nada para evitar el duelo.

Comminges le miró con aire mezcla de alegría y de piedad.

-No puedo adoptar semejante proposición. No somos unos miserables para batirnos sin padrinos. Y nuestros amigos que deben de acudir a la fiesta no nos perdonarían haberles olvidado.

-Como queráis, caballero -dijo Mergy.

Y se volvió junto a la condesa, cuyo caballo se había adelantado algunos pasos al suyo. La señora de Turgis cabalgaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía por completo entregarse a sus pensamientos.

Silenciosos los tres, llegaron hasta una encrucijada en que terminaba la senda.

-¿No escucháis el ruido de la trompa? -preguntó Comminges.

-Me parece que viene de aquel soto a nuestra izquierda -contestó Mergy.

-Sí, es el ruido del cuerno. Estoy seguro de ello, y hasta apostaría a que es un cuerno de Bolonia. ¡Dios me valga! Ese cuerno no lo ha construido mi amigo Pompignan. No podéis figuraros, caballero de Mergy, la gran diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican los miserables artesanos de París.

-Éste se escucha de muy lejos.

-¡Y qué pureza de sonido! Los perros, al oírle, se olvidan que han corrido diez leguas. A decir verdad, no se construyen buenas trompas más que en Italia y en Flandes. ¿Y qué pensáis de mi cuello a la valona? Es muy decoroso para un traje de caza; tengo cuellos y gorgueras a la confusión para ir a los bailes; pero este cuello tan sencillo ¿creéis que me lo podrían bordar en París? Imposible. Me los traen de Breda. Si os gustan, haré que os los traigan también por conducto de un amigo que tengo en Flandes... Pero... -y se interrumpió riendo-. ¡Qué distraído soy!... No me acordaba...

La condesa detuvo su caballo.

-Comminges, la caza espera. Y a juzgar por el cuerno, el ciervo está ya acorralado.

-Tenéis razón, señora.

-¿No queréis asistir al momento del triunfo?

-Sin duda; de otra manera, perderíamos nuestra buena reputación de cazadores y jinetes.

-Pues bien: es necesario darse prisa.

-Sí; nuestros caballos están inquietos. ¡Vamos! ¡Dadnos la señal!

-Estoy fatigada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Partid vos.

-Pero...

-Lo voy a decir dos veces... Picad espuelas.

Comminges permaneció inmóvil. La sangre le subió al rostro y miró a la condesa y a Mergy con mirada furiosa.

-La señora de Turgis tiene necesidad de que haya un desafío -dijo Comminges con amarga sonrisa.

La condesa extendió la mano hacia el soto de donde venía el ruido del cuerno e hizo con los dedos un signo muy significativo. Pero Comminges no parecía dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

-Va a ser necesario que me explique claramente con vos -dijo furiosa-. ¡Dejadme, caballero Comminges; vuestra presencia me importuna! ¿Me comprendéis ahora?

-Perfectamente, señora -respondió furioso. Y añadió más bajo:-Y en cuanto a ese barbilindo..., no tendrá mucho tiempo para divertiros. ¡Adiós, caballero de Mergy; hasta pronto!

Estas últimas palabras las pronunció con un énfasis particular; y después, picando espuelas, partió al galope.

2 comentarios:

SILVIA dijo...

Los celos nunca fueron buenos consejeros....
Abrazos mil!!!

... dijo...
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