sábado, 27 de febrero de 2010

EN MADRID



No era la hora más apropiada para ir de paseo. Al fondo de la calle Mayor se intuía un rayo de amanecer a través de la ventana del carruaje que la cruzaba. Las piedras aún no habían entrado en calor y el sonido de los cascos de los caballos rebotaba contra las paredes de las casas.
El caballero que viajaba en su interior, aún a pesar de su aire distinguido, se había abandonado en una postura impropia de su linaje.
D. Alvaro Sarmiento no se había acostado aquella noche; había ido al corral de la Cruz y encontrándose allí con sus trasnochadores compañeros, decidieron ir a cenar al bodegón de Maese Pedro en la calle del Lobo. Buen vino había allí...
Entre brindis y risotadas habían dado buena cuenta de comida y bebida. Habían llegado, ya, al momento de los cánticos cuando hizo su entrada en el local D. Carlos de Montemayor.
La apariencia del hombre, en el umbral del portalón, destacaba por encima de todo lo demás, más por tanto trajerio que portaba, que por su enclenque constitución.
Después de algunos minutos observando el gentío, dándose tiempo para acostumbrarse a la oscuridad y habiendo encontrado a quién buscaba, se dirigió a D. Alvaro Sarmiento.
- En pos de vos andaba toda la noche, señor.
- Bienvenido D. Carlos, días hace que os aguardo! Tiempo habréis tenido de amistar hasta con mi sombra...
- Con vuestra sombra y con el escaso honor que tenéis...! Bravo ejemplo de lo que es vuestra familia... los Sarmiento... advenedizos de poca monta que, sabe Dios por qué medios, han conseguido instalarse en la villa y gozar de ciertos privilegios de los que habéis abusado...
D. Carlos había conseguido que el bullicio y los gritos se convirtiesen en murmullos y las miradas de los allí presentes coincidiesen, todas, en la misma mesa.
D. Alvaro con un simple gesto paralizó la intención de sus compañeros de desenvainar la espada...
- No se molesten señores, déjenme a mi, que los Sarmiento tenemos privilegios también para defendernos de tan honorable caballero. Decíais, señor?
- Decía que vuestra familia y vos no sois dignos de respirar el aire que respiramos los demás y si no me he hecho oir lo suficientemente alto, mandaré escribir un bando.
- Muy pomposo os noto. Juraría que tanta palabrería pretende algo.
- Más fácil me lo servís! Invoco la poca hombría que os queda para que acudáis de madrugada a la Huerta de Juan Fernández para batirnos en duelo. Tiempo os doy para que disfrutéis por última vez del aire que respiráis!
Sin dar opción a nada más, D. Carlos, dio media vuelta encaminándose hacia la salida.
Cuando había traspasado la puerta, se oyó desde el interior:
- Los Sarmiento seremos advenedizos, pero gente culta y el tener por afición leer no nos ha dejado tiempo para aprender a manejar la espada. Moriré D. Carlos, pero vos también y en el Infierno os espero para saldar cuentas!
Dicho esto, D. Alvaro sacó unas monedas y las dejo caer encima de un barril.
- Maese Pedro... una ronda para todos los presentes y les ruego brinden por D. Carlos de Montemayor su hermosa esposa y demás!
Sin dar tiempo a réplica abandonó la bodega, subió al carruaje que le esperaba a la puerta y ordenó al criado que lo pasease por la ciudad hasta el amanecer.
D. Alvaro Sarmiento se incorporó en el asiento de terciopelo y se asomó a una de las ventanillas. Su mirada era de despedida; calle del Sacramento, del Codo, del Príncipe... Estaba seguro de que no volvería a pasar por allí. Si sentía algo de nostalgia era porque intuía un futuro brillante para aquel puñado de casas que era Madrid y él se lo perdería.
También se perdería poder despedirse de la esposa de Carlos de Montemayor, aunque se llevaba con él agradables recuerdos de las noches en las que había sustituido al ocupado marido absorto en sus deberes reales.
Porque esa era la verdadera razón de que le hubiese retado. No había tenido la valentía de proclamarlo en alto pero, en una noche de prisas, había olvidado su anillo, con sus iniciales, en la alcoba de la dama y a la que había despertado su esposo con un fuerte manotazo del revés dejándole marcada en la cara las letras y escudo de la prueba del deshonor.
La Sra. de Montemayor había conseguido enviarle una misiva por un criado avisándole de tal circunstancia para que pusiese tierra de por medio, pero él había decidido no ir a ninguna parte, demasiados vicios tenía para olvidarlos.
Suponiendo, y con buen criterio, que el marido ofendido le retaría, (como así fue), a un duelo de espada, comenzó a tramar su venganza. Todo estaba sucediendo según lo previsto.
Entre cavilaciones, pero sin dudar, vio como se acercaban al paraje. Aún no había llegado nadie.
Bajó del carruaje y respiró hondo. La madrugada era fría. De su boca salió un halo de humo y ordenó al criado que regresara.
- Cuando den doce campanadas en la iglesia de San Nicolás pasa por aquí. Te ruego discreción, ahora y cuando vuelvas. ¡Confío en ti!
Lo dijo con tal autoridad que el criado no oso rechistar.
Al cabo de un tiempo llegó otro carruaje del que se bajó D. Carlos de Montemayor. Viendo que su oponente estaba solo, hizo lo propio con su carruaje y éste abandono el lugar.
Los dos caballeros se iban aproximando. Cuando estaban a cinco pasos, sin mediar palabra, D. Carlos metió mano a la espada y él le imito.
El sonido de las espadas era desigual como lo eran las caras de los dos rivales; en la de D. Carlos se reflejaba la ira y los deseos de venganza, en la de D. Alvaro, ausencia...
Como estaba previsto, de una estocada certera y casi provocada, D. Alvaro cayó al suelo malherido. Con medio rostro tocando tierra y encogido por el dolor tan agudo que sentía en el pecho, veía la silueta de su verdugo dibujada en el cielo y dándose cuenta de las escasas fuerzas que le restaban dijo:
- Moriréis como un rey, jajajajaja...
- No es mala muerte para mi, pero vos, vais a morir ahora como un villano que es lo que merecéis.
Y desapareció entre la maleza.
D. Alvaro Sarmiento sin ánimo para responder y esperando el momento de perder la consciencia recordó cómo, dándose una vuelta por el mentidero del Alcázar, se había enterado de que Carlos de Montemayor, tenía una amante en palacio de la que estaba encaprichado (esos eran sus deberes reales hasta altas horas). Cómo había, él, recorrido todas las casas de mancebía, desde la afamada La Solera hasta las de mala muerte, las de la Plaza del Alamillo o las de la calle Primavera y estar seguro de haber contraído aquella enfermedad contagiosa sin cura (sífilis decían que se llamaba). Y cómo, si sus cálculos no fallaban, se la había dejado en prenda a la citada amante palaciega como correo de excepción para D. Carlos y así pudiese acudir, dentro de un tiempo, no demasiado lejano, a su cita en el Infierno.