sábado, 20 de noviembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 9


Y por fin llega el desafío, en el Pre-aux-Clercs, lugar elegido por los duelistas de esa época. Mergy llega con miedo a su primer duelo, pero su rival, Commingies, viene de pasar la noche con su amante, subestimando al protagonista de la obra.

A pesar de haberse fatigado en la cacería, Mergy pasó una gran parte de la noche sin dormir. Fue presa de una fiebre elevada, que comunicaba a su imaginación una actividad desesperante. Numerosos pensamientos accesorios y hasta extraños al encuentro futuro asediaban y turbaban su cerebro; alguna vez llegó a imaginarse que la fiebre que le acometiera no era sino el preludio de una enfermedad grave que se declararía dentro de pocas horas, obligándole a permanecer en el lecho. Y entonces, ¿qué sería de su honor? ¿Qué se pensaría entre las personas de su sociedad? ¿Y qué dirían, sobre todo la señora de Turgis y Comminges? ¡Si hubiera podido apresurar la hora fijada para el combate!

Felizmente, al salir el Sol, sintió su sangre calmarse, y pensó con mucha menos emoción en el encuentro. Se vistió tranquilamente y hasta estuvo atento en su tocado. Empezó a pensar que la hermosa acudiría al campo de batalla, y al encontrarle ligeramente herido, le cuidaría con sus propias manos, declarando en público su amor. El reloj del Louvre, al dar las ocho, lo apartó de estas ideas, y un segundo después su hermano entró en la habitación.

En su rostro tenía Jorge marcada una profunda tristeza, demostrativa de que tampoco había pasado una buena noche. Se esforzó, sin embargo, en adoptar una actitud alegre y en sonreír al estrechar la mano de Mergy.

-Aquí tienes una espada y una daga de gran cazoleta, las dos forjadas en casa de Luna, en Toledo. Mira si el peso te conviene.

Y arrojó las armas sobre el lecho de Bernardo.

Tomó éste la espada, la plegó, examinó la punta y pareció satisfecho. Luego fijó su atención en la daga; la cazoleta estaba horadada por numerosos agujeros, dedicados a detener la punta de la espada enemiga, y a no dejarla salir fácilmente.

-Con tan buenas armas -dijo- creo que me podré defender.

Después mostró la reliquia que la señora de Turgis le regalara, y que ella llevaba escondida en el seno.

-Éste es un talismán -añadió sonriendo- que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.

-¿De dónde te viene ese juguete?

-Adivínalo.

Y su vanidad de parecer un favorito de las damas le hizo olvidar un momento a Comminges, y a la espada de combate que delante de él estaba desnuda.

-¡Juraría que te lo ha regalado esa loca de condesa! ¡Que el diablo se lleve a ella y a su caja!

-¿Sabes que la reliquia me la ha dado con el exclusivo objeto de que me auxilie en el combate de hoy?

-Me parece que haría mejor en enguantarse y no buscar ocasiones de enseñar su bella y blanca mano.

-Dios me libre -añadió Mergy poniéndose rojo- de creer en los talismanes de los papistas; pero si muero hoy, quisiera que ella supiese que había caído con su reliquia en el pecho.

-¡Qué fatuo! -exclamó el capitán encogiéndose de hombros.

-Toma esta carta para nuestra madre -dijo Mergy con voz temblorosa.

Jorge se quedó con ella, y aproximándose a una mesa, abrió un ejemplar pequeño de la Biblia, mientras que su hermano, acabándose de vestir, se ocupaba en anudar la profusión de ojales que contenían los vestidos de aquel entonces.

En la primera página de la Biblia que leía el capitán estaban escritas las siguientes palabras, por mano de su madre: «El 1 de mayo de 1557 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por buen camino! ¡Señor, presérvale de todo mal!» Se mordió los labios con rabia y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó el movimiento, supuso que alguna idea impía habría cruzado por su mente; recogió el tomo con gran respeto, lo guardó en un estuche bordado y lo encerró en un armario.

-Es la Biblia de mi madre -dijo.

El capitán se paseó por la estancia sin responder.

-¿No será ya hora de partir? -dijo Mergy, abrochando la espada al tahalí.

-Todavía no. Tenemos tiempo de desayunarnos.

Se sentaron los dos delante de una mesa cubierta de toda clase de pasteles y de un jarro de plata lleno de vino. Mientras comían discutieron largamente, y con apariencia de interés, si el mérito de este vino era mejor o peor que otros de la bodega del capitán; cada uno de ellos se esforzaba en esta conversación fútil en ocultar al otro los verdaderos sentimientos de su alma.

El capitán se levantó el primero.

-Marchemos -dijo con voz ronca.

Y colocándose el sombrero hasta los ojos, descendió por la escalera.

En una barca atravesaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus caras el motivo que los conducía al Pré-aux-Clercs, se apresuró, mientras remaba con gran vigor, a referirles, con muchos detalles, que el mes pasado dos caballeros, uno de los cuales se llamaba el conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilarle su lancha para poderse batir a su gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario de Comminges, cuyo nombre sentía no recordar, había perecido, y después fue el cadáver llevado a la orilla, de donde no se le había podido recoger.

Al llegar a la ribera opuesta advirtieron otra barca que conducía a Comminges y al vizconde de Beville.

-¡Hola! -exclamó este último-. ¿Eres tú o tu hermano a quien va a matar Comminges?

Y al decir estas palabras abrazó a Jorge, riendo.

El capitán y Comminges se saludaron con gravedad.

-Caballero -dijo el capitán a Comminges en cuanto pudo desembarazarse de Beville-, creo que es mi deber realizar todavía un esfuerzo, a fin de impedir las consecuencias de una contienda que no está fundada en motivos que atenten realmente al honor. Estoy seguro que Beville unirá sus esfuerzos a los míos.

Beville hizo un gesto negativo.

-Mi hermano es muy joven -añadió Jorge- y carece de experiencia en la esgrima; por consecuencia, se halla más obligado que otro a mostrarse susceptible. Vos, caballero, tenéis una reputación bien ganada, y vuestro honor en nada desmerecería si reconocierais delante de nosotros que, por una equivocación...

Comminges le interrumpió con una carcajada...

-¡Es gracioso, querido capitán! ¿Creéis que soy un hombre que abandona al amanecer el lecho, en donde yace con su amada, y atraviesa el Sena para dar excusas a este mozalbete?

-Olvidáis, caballero, que se trata de mi hermano, y le despreciáis...

-Aunque fuera vuestro padre, ¿qué me importa? Me preocupa muy poco vuestra familia.

-Pues, con vuestro permiso, recojo el guante dirigido a mi familia, y, como soy el hermano mayor, seré el primero en batirme con vos, si no os oponéis.

-Perdonad, capitán. Estoy obligado, con arreglo a las leyes del duelo, a dar prioridad en el desafío al caballero que me ha provocado. Vuestro hermano tiene un derecho imprescriptible, como dicen en el Palacio de Justicia. Cuando concluya con él estaré a vuestras órdenes.

-Es perfectamente justo -exclamó Beville-, y no permitiré que sea de otra manera.

Mergy, sorprendido de lo largo del coloquio, se acercó a pasos lentos y llegó en el preciso instante en que su hermano colmaba de injurias a Comminges, llegando a llamarle cobarde, a lo que respondió fríamente:

-Después de vuestro hermano me ocuparé de vos.

Bernardo agarró a Jorge por el brazo.

-¿Es así como me ayudas? -le dijo-. ¿Pretendes que delegue en ti el puesto que me corresponde?... Caballero -dijo, volviéndose hacia Comminges-, estoy a vuestras órdenes. Podemos empezar cuando gustéis.

-En seguida -respondió el espadachín.

-¡Admirable contestación! -dijo Beville, estrechando la mano de Mergy-. Si no tenemos el sentimiento de enterrarte en este campo, irás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el justillo y desabrochó las cintas de sus zapatos para demostrar que tenía el propósito de no retroceder ni un paso. Era una moda al uso de los duelistas profesionales. Mergy y Beville le imitaron; sólo el capitán permaneció sin quitarse ni la capa.

-¿Qué haces, querido Jorge? ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? -dijo Beville-. Ni tú ni yo somos de esos que, cruzados de brazos, dejan a sus amigos que combatan. Nosotros practicamos la costumbre de Andalucía[1].

El capitán se encogió de hombros.

-¿Pero supones que estoy de broma? Te juro por mi vida que tenemos que batirnos. ¡Que me lleve el diablo si no lo consigo!

-Eres loco o tonto -dijo Jorge con frialdad.

-¡Pardiez! Me darás cuenta de esas palabras, si no quieres obligarme a...

Y llevó la mano a la espada, todavía en la vaina, en actitud airada y agresiva.

-¿Lo quieres? -dijo el capitán-. Sea...

Comminges, con una elegancia especial, desenvainó rápido la espada y arrojó a veinte pasos de distancia la vaina y el tahalí; Beville quiso imitarle; pero su arma se resistía a salir al llegar a la mitad de la hoja, lo que juzgó como una desventura y un presagio. Los dos hermanos desenvainaron también las espadas, aunque menos aparatosamente; también arrojaron las vainas que habrían podido estorbarles. Cada uno se colocó delante de su adversario con la espada desnuda en la mano derecha y la daga en la izquierda. Los cuatro hierros se cruzaron al mismo tiempo.

Jorge, por cierta maniobra de esgrima que los maestros italianos llamaban entonces liscio di spada a cavare alla vita[2], y que consiste simultáneamente en oponer la fuerza a la habilidad, dominó a su adversario, el cual tuvo que soltar su espada, encontrándose en el pecho con la punta de la de su enemigo.

Pero Jorge de Mergy bajó el arma.

-Tienes menos fuerza que yo -dijo-; cesemos el combate... No esperes a que me encolerice.

Beville se había puesto pálido al ver la espada del capitán que le rozaba el pecho. Algo confuso le tendió la mano, y los dos, después de arrojar sus armas a tierra, se volvieron impacientes para contemplar el combate de los importantes actores de esta escena.

Mergy conservaba su sangre fría, dando muestras de bravura. Era ducho en la esgrima y tenía una fuerza corporal superior a la de Comminges, que, además, parecía resentido de las fatigas de la noche anterior. Durante algún tiempo se concretó tan sólo nuestro héroe a parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar Comminges; Bernardo, con gran vista, presentaba siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubría el pecho con la daga. Esta resistencia inesperada irritó a Comminges. Se le vio palidecer; pero en un hombre valiente la palidez no indica sino un exceso de ira... Con gran furor y pericia redobló sus ataques... En uno nuevo batió con suma destreza la espada de Mergy, y se lanzó a fondo sobre su enemigo, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa. La punta del acero tropezó con el pulido amuleto, y el arma resbaló, tomando una dirección oblicua, y, en vez de entrar en los pulmones, no atravesó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros de la primera herida. Y antes de que Comminges pudiese poner de nuevo su espada en guardia, Mergy le hirió en la cabeza con la daga tan violentamente, que perdió el equilibrio y cayó a tierra. Comminges vino al suelo simultáneamente y los dos padrinos les creyeron muertos.

Bernardo se levantó en seguida, y su primer impulso fue recoger su espada, que se le había escapado en la caída... Comminges no se movía... Beville acudió en su socorro y le encontró con el rostro todo cubierto de sangre. Al atajarla vio que la daga había penetrado en un ojo y que su amigo murió instantáneamente, pues que el hierro le debió llegar hasta el cerebro.

Mergy contempló el cadáver, un poco turbado.

-Estás herido, Bernardo -dijo el capitán, yendo a su socorro.

-¿Herido?

Y advirtió entonces por primera vez que su camisa estaba ensangrentada.

-No es nada -dijo el capitán-. La estocada ha resbalado.

Y restañó la sangre con un pañuelo, pidiendo también el de Beville para acabar la cura. Beville dejó caer en la hierba el cuerpo del espadachín y entregó su pañuelo en el acto, así como el de Comminges, recogido del justillo.

-¡Pardiez, amigo! ¡Vaya un golpe! ¡Por mi vida! ¿Qué van a hacer los «refinados» de París si de provincias empiezan a venir muchos jóvenes de vuestra fortaleza? Decidme: ¿Cuántos duelos habéis tenido ya?

-Éste es el primero -respondió Mergy-. Pero, en nombre de Dios, id a socorrer a vuestro amigo.

-Tal como le habéis dejado, no tiene necesidad de socorros; la daga ha entrado hasta el cerebro, y el golpe ha sido tan bueno y con tal fuerza descargado, que... Mirad su ceja y su mejilla; la cazoleta de la daga ha quedado marcada como un sello en la cera.

Mergy sintió un gran temblor en todos sus miembros, y gruesas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Beville recogió la daga y empezó a observar con gran atención la sangre que llenaba las estrías.

-He aquí un instrumento -dijo- a quien el hermano menor de Comminges deberá algo importante. Esta hermosa daga le hace heredero de una soberbia fortuna.

-Vámonos... ¡Llevadme de aquí! -dijo Mergy con voz emocionada, agarrándose al brazo de Jorge.

-No te aflijas tanto -contestó, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el justillo-. Después de todo, el hombre que ha muerto no era digno de que se le llore.

-¡Pobre Comminges! -exclamó Mergy-. ¡Y decir que te ha matado un hombre que se bate por vez primera, a ti que contabas cerca de cien desafíos! ¡Pobre Comminges!

Tal fue el fin de su oración fúnebre.

Al echar una última mirada sobre su amigo, Beville advirtió el reloj del difunto, suspendido sobre el cuello, según la moda de entonces.

-¡Pardiez! -exclamó-. Ya no tienes necesidad de saber la hora.

Y recogiendo el reloj se lo metió en el bolsillo mientras hacía observar que el hermano de Comminges iba a ser suficientemente rico y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Y como viera alejarse a los dos hermanos, exclamó mientras se ponía el justillo con mucha prisa:

-¡Aguardadme! ¡Eh, caballero de Mergy! ¡Que os olvidáis de vuestra daga! Al menos, no dejarla perder.

Y limpiando la hoja con la camisa del muerto, corrió a reunirse con el joven duelista.

-Consolaos, querido -le dijo cuando entraban en la lancha-. No pongáis esa cara afligida. Creedme. En vez de esas lamentaciones, id hoy mismo a casa de vuestra amada y dedicaros a una tarea que, dentro de nueve meses, proporcione a la república un ciudadano, que será compensación ante vuestra conciencia del que acabáis de matar. De todas maneras, el mundo poco habrá perdido con lo que habéis hecho... Vamos, barquero, rema como si fueses a ganar por ello una buena propina... Mirad esos hombres con alabardas que avanzan hacia nosotros... Son los alguaciles que regresan de la torre de Nesle, y no nos conviene encontrarnos con ellos.


[1] Este supuesto de Mérimée me parece arbitrario, pues los desafíos en España fueron individuales hasta el siglo XIX, en que empezó la costumbre del duelo con testigos pasivos.-N. del T.

[2] Batir el hierro, y directo al cuerpo. Tal es la frase con que se designa en la actualidad el golpe por los maestros españoles.-N. del T.

lunes, 1 de noviembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 8



Regresando de tener la computadora rota por mas de tres semanas!!! Aquí continuamos con la cacería y una charla interesante entre la condesa Diana y nuestro héroe Mergy.


La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a comenzar.

-Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.

-Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?

-Sí, señora -respondió un poco asombrado de la pregunta.

-Pero... ¿Bien?... ¿Bien?

-Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.

-Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.

-En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.

-¿Mejor?

-Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas -dijo sonriendo- que no derretirse en sudor haciendo esgrima?

-Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?

-Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?

-Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.

-Me conformo a ella -dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.

-Sepamos... ¿Qué haréis mañana?

-¿Mañana?

-Sí; no os hagáis el asombrado.

-Señora...

-Respondedme; lo sé todo -exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.

-Haré lo que mejor pueda -dijo al fin.

-Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón...

-¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?

-¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento -añadió sonriendo-; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.

-Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».

-Se dice.

-¿Y no estáis inquieto?

-Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.

-¡La ayuda de Dios! -interrumpió ella con aire de desprecio-; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

-Sí, señora -respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.

-Corréis más riesgo que el otro.

-¿Por qué?

-Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.

-Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.

-No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!

-De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.

-La diferencia es muy grande -dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia-. Nuestros doctores lo explican.

-¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...

-Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.

-Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?

-¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!

-Volvemos a comenzar, señora.

-¿Pero la creéis buena?

-Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...

-Vuestro hermano se ha convertido...

-Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.

-¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! -exclamó colérica.

-Me parece que mañana va a llover -dijo Mergy mirando al cielo.

-Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.

Bernardo se inclinó respetuosamente.

-Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?

Mergy sonrió.

-¿Y creéis mancharos si las tocáis? -continuó ella-. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.

-Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.

-Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.

-¿Y murió el perro?

-No le alcanzó ni un solo plomo.

-Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.

-¿De veras?... ¿Y la llevaríais?

-Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?

Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.

-Tened -dijo ella-. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.

-Si puedo, ciertamente.

-Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.

-Acepto la reliquia por venir de vos.

Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.

-Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.

Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.

-No, no; es demasiado tarde.

-Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.

-¡Quitadme el guante! -dijo ella tendiéndole la mano.

Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.

-Caballero -dijo la condesa con voz emocionada-, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?

-No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.

-Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...

La condesa se detuvo.

-¿Se decidiera?

-Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.

-¿Seriamente?

E intentó de nuevo estrechar su mano.

-Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.

-¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?

-Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.

-¡Ya escucho el grito de la victoria! -exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.

El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.

El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.

El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

-¡Que se aproximen las damas! -exclamó el rey.

Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.

-Toma, parpaillot -gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.

Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.

-El rey tiene el aspecto de un matarife -dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.

Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.

Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.

sábado, 23 de octubre de 2010

COMPUTADORA ROTA

Hola a todos!!! Mi prolongada ausencia se debe a que mi compu está rota. Espero volver pronto!

viernes, 17 de septiembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 7



Dejamos ahora el capítulo IX para ingresar al X, llamado "La cacería". Recordamos que en el capítulo anterior, la condesa de Turgis dejó caer su guante para que lo recoja Mergy, pero este fue empujado por Commingies, el amante de la condesa, motivo por el cual se desafiaron a un duelo.
Al día siguiente tenía lugar una cacería con toda la corte y allí se verá este trío en una especie de "guerra de nervios". ¡Pobres hombres!


Un gran número de señoras y caballeros, vestidos con gran lujo y montados en soberbios caballos, ambulaban aquí y allá por el patio del castillo. Las trompas de caza, los ladridos de los perros y las tumultuosas y galantes palabras de los caballeros formaban una algarabía deliciosa para las orejas de un cazador, pero muy desagradable para otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a Jorge por el patio, y sin saber cómo se encontró al lado de la bella condesa, cubierta ya con un velo y montada en un hermoso caballo andaluz, piafante de impaciencia y que mascaba el bocado, anheloso de libertad. Sobre este animal, que hubiese preocupado al más experto jinete, estaba la condesa sentada en su silla de cuero con tanta tranquilidad como en los sillones de sus cámaras.

El capitán se presentó con el pretexto de encinchar mejor el caballo andaluz.

-¡Aquí está mi hermano! -dijo a la amazona a media voz, pero lo bastante alto para que lo entendiese Mergy-. Tratad con dulzura al pobre muchacho, ya que le tenéis algo loco desde cierto día en que os vio salir del Louvre.

-He olvidado su nombre -respondió ella con brusquedad-. ¿Cómo se llama?

-Bernardo... Fijaos, señora, en que lleva la banda del mismo color que vuestras cintas.

-¿Sabe montar a caballo?

-Vos juzgaréis.

Saludó cortésmente y fue a buscar a una dama de la reina a la cual cortejaba hacía algún tiempo. Medio inclinado en el arzón de su silla, con la mano en la brida del caballo que conducía a su cortejo, pronto olvidó a su hermano y a su bella y altiva compañera.

-¿Conocíais a Comminges, señor de Mergy? -preguntó la condesa de Turgis.

-¿Yo, señora?..., muy poco -respondió balbuceando Bernardo.

-Pero hace un momento le hablabais.

-Era la primera vez.

-Creo adivinar lo que le habéis dicho.

Y a través del velo sus ojos parecían leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama se acercó a la condesa e interrumpió la conversación, lo que satisfizo a Bernardo, que estaba horriblemente azorado. Pero continuó sin separarse de la de Turgis, sin saber por qué, o acaso esperando así causar alguna molestia a Comminges, que le observaba de lejos.

La cabalgada había salido ya del castillo. Los ojeadores lanzaron un ciervo que, rápido, penetró en el bosque; todos los cazadores le siguieron, y Mergy pudo observar, no sin cierto asombro, la pericia de la de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que franqueaba cuantos obstáculos se oponían a su paso. Bernardo, debido a la bondad de su cabalgadura, conseguía no separarse de Diana; pero el conde de Comminges, tan bien montado como él, no se apartó tampoco, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, a pesar del entusiasmo que ponía en la persecución, el otro hablaba constantemente con la amazona, mientras que el pobre Mergy tenía que envidiar a su rival en silencio la gracia, la suficiencia, y sobre todo, el talento de decir cosas agradables, que, a juzgar por el placer con que las oía la condesa, debían de ser muy divertidas... Los dos jóvenes, animados de una noble emulación, se dedicaron a saltar las más altas empalizadas y los fosos de enorme profundidad y longitud, expuestos veinte veces a sufrir heridas peligrosas.

La condesa, de repente, se separó del grueso de la cacería y entró en una calle del bosque, la cual hacía ángulo con otra en la que cazaba el rey con su comitiva.

-¿Qué hacéis? -exclamó Comminges-. ¡Habéis extraviado el camino! ¿No escucháis al otro lado el sonido de los cuernos y el ladrido de los perros?

-Pues bien: tomad el otro camino, ¿qué os detiene?

Comminges no respondió nada y la siguió. Mergy hizo lo propio, y cuando se internaron algunos cientos de pasos por la senda, detuvo la condesa su caballo, imitándole Comminges a su derecha y Mergy a su izquierda.

-Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy -dijo Comminges-. No se le ve ni una gota de sudor.

-Es un berebere que le regaló un español a mi hermano. Mirad la cicatriz de una estocada que recibió en Montcontour.

-¿Habéis hecho la guerra? -preguntó la condesa.

-No, señora.

-¿No habéis recibido nunca un arcabuzazo?

-No, señora.

-¿Ni una estocada?

-Jamás.

Mergy creyó advertir que ella sonreía. Comminges se atusó el bigote con aire desenvuelto.

-Nada sienta mejor a un caballero joven que una herida -dijo-. ¿No es cierto, condesa?

-Sí; pero tiene que estar bien ganada.

-¿Qué entendéis por bien ganada?

-Una herida es gloriosa si se gana en el campo de batalla; pero en un duelo no es lo mismo; no conozco nada más despreciable.

-Me figuro que el señor de Mergy ha hablado con vos antes de montar a caballo.

-No -dijo secamente la condesa.

Mergy aproximó su caballo cerca del de Comminges.

-Caballero -le dijo en tono bajo-, en cuanto nos hayamos divertido un rato con la caza nos podremos apartar a algún soto escondido, y espero que os probaré que no he hecho nada para evitar el duelo.

Comminges le miró con aire mezcla de alegría y de piedad.

-No puedo adoptar semejante proposición. No somos unos miserables para batirnos sin padrinos. Y nuestros amigos que deben de acudir a la fiesta no nos perdonarían haberles olvidado.

-Como queráis, caballero -dijo Mergy.

Y se volvió junto a la condesa, cuyo caballo se había adelantado algunos pasos al suyo. La señora de Turgis cabalgaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía por completo entregarse a sus pensamientos.

Silenciosos los tres, llegaron hasta una encrucijada en que terminaba la senda.

-¿No escucháis el ruido de la trompa? -preguntó Comminges.

-Me parece que viene de aquel soto a nuestra izquierda -contestó Mergy.

-Sí, es el ruido del cuerno. Estoy seguro de ello, y hasta apostaría a que es un cuerno de Bolonia. ¡Dios me valga! Ese cuerno no lo ha construido mi amigo Pompignan. No podéis figuraros, caballero de Mergy, la gran diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican los miserables artesanos de París.

-Éste se escucha de muy lejos.

-¡Y qué pureza de sonido! Los perros, al oírle, se olvidan que han corrido diez leguas. A decir verdad, no se construyen buenas trompas más que en Italia y en Flandes. ¿Y qué pensáis de mi cuello a la valona? Es muy decoroso para un traje de caza; tengo cuellos y gorgueras a la confusión para ir a los bailes; pero este cuello tan sencillo ¿creéis que me lo podrían bordar en París? Imposible. Me los traen de Breda. Si os gustan, haré que os los traigan también por conducto de un amigo que tengo en Flandes... Pero... -y se interrumpió riendo-. ¡Qué distraído soy!... No me acordaba...

La condesa detuvo su caballo.

-Comminges, la caza espera. Y a juzgar por el cuerno, el ciervo está ya acorralado.

-Tenéis razón, señora.

-¿No queréis asistir al momento del triunfo?

-Sin duda; de otra manera, perderíamos nuestra buena reputación de cazadores y jinetes.

-Pues bien: es necesario darse prisa.

-Sí; nuestros caballos están inquietos. ¡Vamos! ¡Dadnos la señal!

-Estoy fatigada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Partid vos.

-Pero...

-Lo voy a decir dos veces... Picad espuelas.

Comminges permaneció inmóvil. La sangre le subió al rostro y miró a la condesa y a Mergy con mirada furiosa.

-La señora de Turgis tiene necesidad de que haya un desafío -dijo Comminges con amarga sonrisa.

La condesa extendió la mano hacia el soto de donde venía el ruido del cuerno e hizo con los dedos un signo muy significativo. Pero Comminges no parecía dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

-Va a ser necesario que me explique claramente con vos -dijo furiosa-. ¡Dejadme, caballero Comminges; vuestra presencia me importuna! ¿Me comprendéis ahora?

-Perfectamente, señora -respondió furioso. Y añadió más bajo:-Y en cuanto a ese barbilindo..., no tendrá mucho tiempo para divertiros. ¡Adiós, caballero de Mergy; hasta pronto!

Estas últimas palabras las pronunció con un énfasis particular; y después, picando espuelas, partió al galope.

viernes, 10 de septiembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 6


¡Pobres hombres!!! No poder escapar a esas aventuras que hoy a nosotros nos atraen tanto! Aquí continúa el capítulo IX titulado "El Guante", falta poco para ver a nuestro Mergy batirse por una dama a quien acaba de conocer, pero de la que ya está enamorado.

Vandreuil hubiera continuado todavía con tan excelentes consejos de no haberse oído un gran rumor, que era anuncio de que el rey había montado a caballo... La puerta de la habitación de la reina se abrió, y sus majestades, en traje de cacería, se dirigieron hacia la escalinata.

El capitán Jorge, que acababa de dejar a su dama, se dirigió a su hermano, y, golpeándole cariñosamente en la espalda, le dijo en tono alegre:

-¡Granuja! ¡Estás de enhorabuena! ¡Miren el barbilindo!... No haces más que mostrarte en la corte, y ya las damas se han vuelto locas. Durante un cuarto de hora la condesa no me ha hablado más que de ti. ¡Vamos! ¡Ahora un poco de valor! Durante la cacería, procura galopar siempre al lado de ella, y pórtate con mucha galantería... ¿Pero qué diablos te pasa?... Cualquiera supondría que estás enfermo... ¿Qué cara larga es ésa?... ¡Anda, hombre, alégrate!

-No tengo muchas ganas de ir a la cacería, y quisiera...

-Si no vais de caza -dijo en tono bajo Vandreuil- Comminges creerá que tenéis miedo de encontrarlo.

-¡Vamos! -dijo Mergy, pasándose la mano por su frente ardorosa...

Creyó que era preferible esperar al fin de la cacería para confiar a su hermano la aventura.

-¡Qué vergüenza! -pensaba-. ¡Si la señora de Turgis llega a creer que tengo miedo! ¡Si supone que la idea de un próximo desafío me impide gozar de la cacería!

domingo, 15 de agosto de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 5


Aquí podemos observar como se hacía un desafío en forma discreta, y continuar como si nada hubiera pasado.


Comminges, con el sombrero en la mano, se inclinó con una cortesía impertinente, y con voz melosa, dijo:

-¿Deseabais hablarme, caballero?

La ira le hizo sentir a Mergy la sangre en el rostro, y respondió en el acto con una voz más dura de lo que esperaba.

-Os habéis conducido conmigo de manera impertinente y deseo de vos una satisfacción.

Vandreuil hizo un signo de aprobación. Comminges se irguió, y colocando la mano en la cadera, postura de rigor en esos casos, dijo con mucha gravedad:

-Como sois el que demanda, caballero, me corresponde a mí la elección de armas.

-Elegid las que prefiráis.

Comminges pareció reflexionar un momento.

-El sable con punta y dos filos es buen arma; pero sus heridas nos pueden desfigurar, y a nuestra edad -añadió, sonriendo- no gusta a las amadas vernos una gran cicatriz en medio del rostro. La espada no hace más que un pequeño agujero, pero es suficiente -y sonreía al decir estas palabras-. Escojo, pues, la espada y la daga.

-¡Muy bien -dijo Mergy.

Y dio un paso para marcharse.

-Un instante -exclamó Vandreuil-; os olvidáis de convenir el sitio.

-En el Pré-aux-Clercs se bate toda la corte. ¡Pero si este caballero prefiere otro sitio!...

-En el Pré-aux-Clercs, sea.

-En cuanto a la hora... Yo mañana no me levantaré hasta las ocho, por ciertas razones. No duermo en casa esta noche y no podré ir al Pré hasta las nueve.

-A las nueve, pues.

Al volver los ojos Mergy se encontró con la condesa de Turgis, que venía de dejar al capitán entregado en una conversación con otra dama. A la vista de la bella, culpable de la cuestión, nuestro héroe procuró adoptar una actitud de gravedad y fingida indiferencia.

-Desde hace algún tiempo está de moda batirse con calzas rojas -dijo Vandreuil-; si no las tenéis, yo os las podré proporcionar. La sangre se confunde con la ropa y resulta más apropiado.

-Me parece una puerilidad -dijo Comminges.

Mergy sonrió de mala gana.

-Bien, amigos -añadió el barón-; ya no falta más que convenir cuáles han de ser los padrinos[1].

-Como este caballero es nuevo en la corte, le será difícil encontrar un segundo padrino; pero, por condescendencia, me contentaré con uno solamente.

Mergy, con algún esfuerzo, insinuó una sonrisa.

-No se puede ser más cortés -dijo el barón-. Es muy agradable tener una cuestión con un caballero tan correcto y tan acomodaticio como monsieur de Comminges.

-Como tendréis necesidad de una espada del mismo tamaño que la mía, os recomiendo la tienda de Laurent, en la calle de la Ferronière: es el mejor armero de la ciudad. Decidle que vais de mi parte, y os servirá bien.

Al decir estas palabras se despidió con un ademán elegante y se volvió al grupo de jóvenes que había abandonado.

-Os felicito, Bernardo -dijo Vandreuil-; habéis lanzado muy bien vuestro reto. ¡Decidle tales palabras a Comminges! No está habituado a que le hablen de esa manera. Se le considera el más grande de los esgrimidores, después de haber matado al gran Canillac; porque Saint-Michel, a quien mató hará dos meses, no constituía un gran honor. Saint-Michel no era de los más hábiles, mientras que Canillac había ya matado a cinco o seis caballeros, sin sufrir ni un rasguño. Había aprendido en Nápoles con Borelli, y se decía que Lausac, sintiéndose morir, le enseñó un golpe secreto, con el cual lograba sus triunfos; pero, a decir verdad, como Canillac había saqueado la iglesia de Auxerre y arrojado a tierra las hostias sagradas, es natural que fuese castigado.

Mergy, aunque estos detalles no le divertían, se creyó obligado a continuar la conversación, temeroso de que Vandreuil sospechase algo ofensivo para su bravura.

-Felizmente -dijo- no he saqueado ninguna iglesia ni he tenido en mis manos una hostia consagrada; tengo, pues, un menor peligro que correr.

-Necesito haceros una advertencia. Cuando crucéis el hierro con Comminges, tened cuidado con una de sus fintas, que le costó la vida al capitán Tomaso. Gritó Comminges que la punta de su espada estaba rota. Tomaso elevó entonces su arma por encima de la cabeza, aguardando el ataque; pero la espada de su adversario, que conservaba la guardia, penetró en el pecho de Tomaso, el cual estaba completamente desprevenido... Pero os vais a batir con espadas largas, y no es tan peligroso el golpe[2].

-Me defenderé lo mejor que pueda.

-¡Ah! Escuchad todavía... Elegid una daga cuya empuñadura sea sólida; son muy útiles para las paradas. ¿Veis esta cicatriz en mi mano izquierda? Me la ocasionó el haber salido un día de casa sin daga. Tallard y yo nos desafiamos, y, falto de una defensa importante, llegué a creer que perdía la mano.

-¿Y fue herido el contrario? -preguntó Mergy, adoptando un aire de distracción.

-Gracias a un voto que hice a San Mauricio, mi Patrón, pude matarlo... Cuidad de envolveros bien con alguna tela... Eso no puede perjudicar. No es tan fácil la muerte con esa envoltura... Deberíais también colocar vuestra espada sobre el altar durante la misa...; pero me olvido que sois protestante... Todavía otra advertencia... No hagáis un puntillo de honra de no romper...; por el contrario, dejarle marchar... Está falto de aliento y se ahoga... Procurad cansarle, y cuando encontréis ocasión oportuna, tiraros a fondo, con una buena estocada en el pecho, y os habréis desembarazado de vuestro enemigo.


[1] En aquel tiempo los padrinos no eran simples espectadores, pues se batían también entre ellos.

[2] El duelo concertado entre Comminges y Mergy era a un arma que en francés se llama rapiére. La traducción exacta es espetón; pero he preferido llamarle espada larga, ya que el otro vocablo está en desuso.-N. del T.

jueves, 29 de julio de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 4



Nos salteamos algunas paginas y nos metemos ahora en el capítulo IX, titulado "El guante", donde nuestro héroe Mergy, debutará espada en manto con el rival amante de la dama que acaba de conocer.

La corte estaba en el castillo de Madrid. La reina madre, rodeada de sus damas, esperaba en su cámara que el rey viniese a desayunar con ella, antes de montar a caballo. El rey, seguido de los príncipes, atravesó lentamente una galería donde aguardaban cuantos debían acompañarle a la cacería. Oía con distracción las flores de los cortesanos y contestaba con brusquedad. Al pasar delante de los dos hermanos, el capitán hincó la rodilla y presentó al nuevo teniente. Mergy se inclinó con gran respeto y dio gracias a su majestad por el honor que acababa de recibir sin merecerlo.

-¡Ah! ¿Sois vos el caballero de quien me ha hablado mi señor, el almirante? ¿El hermano del capitán Jorge?

-Sí, señor.

-¿Sois católico o hugonote?

-Señor, soy protestante.

-No lo he preguntado más que por curiosidad, pues me importa un ardite la religión que tengan los que me sirven bien...

El rey, después de pronunciar estas palabras memorables, entró en busca de la reina.

Un enjambre de mujeres pululaba por la galería, pareciendo enviadas para que perdiesen la paciencia los caballeros. No quiero hablar sino de una sola de las beldades de una corte fértil en bellezas; me refiero a la condesa de Turgis, que desempeña un gran papel en nuestra historia. Se había puesto un traje de amazona, a la vez ligero y galante, y no llevaba el odioso velo. Su tez de una blancura deslumbradora, pero uniformemente pálida, hacía resaltar sus cabellos negro azabache; las cejas arqueadas, que por la extremidad se tocaban ligeramente, comunicaban a su fisonomía un aire de dureza, o más bien de orgullo, sin quitar ninguna gracia al conjunto de los rasgos. En sus grandes ojos azules no se observaba sino una expresión de fiereza peligrosa, y en una conversación animada se veía pronto que sus pupilas se engrandecían y dilataban como las de un gato; sus miradas quemaban como el fuego, y era muy difícil, hasta para un habituado hombre de mundo, sostener algún tiempo la acción mágica de sus ojos.

-¡La condesa de Turgis! ¡Qué bonita está hoy! -murmuraron los cortesanos, procurando acercarse para verla mejor.

Mergy, que se encontraba a su paso, quedó tan encantado de aquella belleza, que permaneció inmóvil, y no se le ocurrió volver a la fila para dejar camino hasta que tocaron su justillo las enormes mangas de seda de la condesa.

Notó ella esta emoción, acaso con placer, y se dignó fijar un instante sus bellos ojos sobre los de Mergy, que bajó los suyos rápidamente, mientras sus mejillas se cubrían de púrpura. La condesa sonrió, y al pasar dejó caer uno de sus guantes al lado de nuestro héroe, que, inmóvil, azorado, no pensó en recogerlo. Pronto un hombre joven y rubio -no podía ser otro que Comminges-, que se encontraba detrás de Mergy, le empujó con rudeza para adelantársele, y asiendo el guante, y después de besarlo con respeto, lo entregó a la de Turgis. Ésta, sin dar las gracias, se volvió a Mergy, a quien contempló un instante con expresión de desprecio; luego llamó a su lado al capitán Jorge.

-¡Capitán! -dijo en voz alta-. ¿Quién es ese pazguato? Seguramente que será hugonote, a juzgar por su cortesía.

Una carcajada general acabó de desconcertar al desgraciado Mergy.

-Es mi hermano, señora -respondió Jorge un poco más bajo-. No lleva en París más que tres días; pero os juro por mi honor que no es tan torpe como lo era Lannoy antes de que os encargaseis de educarlo.

La condesa pareció molestada.

-Capitán, ésa es una fea galantería. No habléis mal de los muertos. Venid. Dadme la mano. Os tengo que hablar de una dama que no está muy contenta de vos.

Jorge tomó respetuosamente su mano y la condujo hacia un alejado rincón de una ventana, y al marchar lanzó ella otra mirada sobre Mergy.

Deslumbrado todavía por la aparición de la condesa, a la que tenía miedo de ver, por lo cual continuaba con los ojos fijos en el suelo. Mergy sintió que le golpeaban cariñosamente en la espalda. Al volverse se encontró con el barón de Vandreuil, que, agarrándole de la mano, le separó de los cortesanos para poder hablar sin ser interrumpido.

-Mi querido amigo -dijo-, no conocéis todavía nuestras costumbres, y quizá ignoréis cómo debéis de conduciros.

Mergy le miró con aire de asombro.

-Vuestro hermano está ocupado y no puede aconsejaros; si lo permitís, le reemplazaré yo.

-No sé, caballero; no sé...

-Habéis sido gravemente ofendido, y al ver esta actitud pasiva, creo que no pensáis en buscar los medios de venganza.

-¿Vengarme? ¿De qué? -preguntó Mergy, rojo hasta en el blanco de los ojos.

-¿No os ha tropezado Comminges hace un momento con rudeza? Toda la corte ha presenciado la ofensa y espera un acto de vuestra energía.

-Pero -dijo Mergy- en una galería donde hay tanta gente nada tiene de extraño que alguno me haya tropezado involuntariamente.

-Caballero de Mergy, no tengo el honor de ser antiguo amigo vuestro; pero lo es vuestro hermano, y él os podrá decir que yo practico, tanto como me es posible, el divino precepto de olvidar las injurias. Por lo tanto, no quisiera meteros en una contienda; pero al mismo tiempo creo que mi deber es deciros que Comminges no os ha tropezado por inadvertencia. Lo ha hecho para afrentaros, y si no os tropieza habría buscado otra ofensa. Después, al recoger el guante de la de Turgis, usurpó un derecho que no correspondía más que a vos. El guante se hallaba a vuestros pies; ergo a vos sólo correspondía recogerlo y entregarlo. Además, mirad al final de la galería y hallaréis a Comminges que os muestra con el dedo y se burla de vos.

Mergy volvió la cabeza y advirtió a Comminges rodeado de cuatro o cinco señores, a quienes contaba riendo alguna cosa que parecían oír con mucha curiosidad. Nada probaba que se tratase de Bernardo; pero ante la afirmación de su caritativo consejero, sintió nuestro héroe que se agitaba una violenta cólera en su corazón.

-Iré a buscarle después de la cacería -dijo- y le hablaré del asunto.

-¡Oh! No demoréis nunca una resolución, y tened en cuenta que ofendéis menos a Dios llamando a vuestro adversario inmediatamente después de la injuria que haciéndolo cuando ha habido tiempo de reflexionar. En un momento de arrebato -que no es más que un pecado venial- se debe provocar a un enemigo, y si se bate uno pronto no se comete un pecado muy grande. Pero olvido que estoy hablando a un protestante. Creedme, sin embargo, que os conviene llamarle en seguida.

-¿Supongo que no se negará a darme las excusas que merezco?

-En eso, querido amigo, estáis equivocado. Comminges no ha dicho nunca: «Perdón; he sido injusto.» Pero es un hombre muy galante y os dará una satisfacción.

Mergy hizo esfuerzos para dominarse y adoptar un aire de indiferencia.

-Si he sido insultado me dará la satisfacción; cualquiera que sea, yo sabré exigirla.

-Muy bien; sois un bravo. Me gusta veros tan audaz, tanto más que no ignoráis que Comminges es una de nuestras mejores espadas. ¡Pardiez! Es un hombre que sabe tener un arma en la mano. Tomó en Roma lecciones de Brambilla, y «Juan el Pequeño» no se atreve a tirar con él.

Y al hablar así, miraba con atención la pálida figura de Mergy, que, sin embargo, parecía más emocionado por la ofensa que miedoso ante sus resultas.

-Me gustaría serviros de padrino; pero además de que comulgo mañana, estoy comprometido con M. de Rheincy, y sólo contra él puedo sacar mi espada[1].

-Os lo agradezco, caballero. Si llega el caso, mi hermano será el testigo.

-El capitán conoce admirablemente esta clase de asuntos. Ahora os voy a traer a Comminges para que os expliquéis con él.

Mergy se inclinó, y volviéndose hacia la pared, pensó la forma del reto, procurando al mismo tiempo que su rostro adquiriese una expresión digna.

Se necesita una cierta gracia para provocar un duelo, y no se adquiere al igual que tantas cosas, sino por la costumbre. Era la primera cuestión personal de nuestro héroe, y, por consecuencia, tuvo un instante de emoción; pero sentía ya menos miedo a recibir una estocada que a decir algo que fuese impropio de un caballero. Cuando apenas si tenía preparada una frase dura y concisa, se presentó el barón de Vandreuil con su enemigo.


[1] Era una regla general entre los refinados no entablar ningún nuevo lance mientras no estuviese resuelto otro anterior.