sábado, 20 de noviembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 9


Y por fin llega el desafío, en el Pre-aux-Clercs, lugar elegido por los duelistas de esa época. Mergy llega con miedo a su primer duelo, pero su rival, Commingies, viene de pasar la noche con su amante, subestimando al protagonista de la obra.

A pesar de haberse fatigado en la cacería, Mergy pasó una gran parte de la noche sin dormir. Fue presa de una fiebre elevada, que comunicaba a su imaginación una actividad desesperante. Numerosos pensamientos accesorios y hasta extraños al encuentro futuro asediaban y turbaban su cerebro; alguna vez llegó a imaginarse que la fiebre que le acometiera no era sino el preludio de una enfermedad grave que se declararía dentro de pocas horas, obligándole a permanecer en el lecho. Y entonces, ¿qué sería de su honor? ¿Qué se pensaría entre las personas de su sociedad? ¿Y qué dirían, sobre todo la señora de Turgis y Comminges? ¡Si hubiera podido apresurar la hora fijada para el combate!

Felizmente, al salir el Sol, sintió su sangre calmarse, y pensó con mucha menos emoción en el encuentro. Se vistió tranquilamente y hasta estuvo atento en su tocado. Empezó a pensar que la hermosa acudiría al campo de batalla, y al encontrarle ligeramente herido, le cuidaría con sus propias manos, declarando en público su amor. El reloj del Louvre, al dar las ocho, lo apartó de estas ideas, y un segundo después su hermano entró en la habitación.

En su rostro tenía Jorge marcada una profunda tristeza, demostrativa de que tampoco había pasado una buena noche. Se esforzó, sin embargo, en adoptar una actitud alegre y en sonreír al estrechar la mano de Mergy.

-Aquí tienes una espada y una daga de gran cazoleta, las dos forjadas en casa de Luna, en Toledo. Mira si el peso te conviene.

Y arrojó las armas sobre el lecho de Bernardo.

Tomó éste la espada, la plegó, examinó la punta y pareció satisfecho. Luego fijó su atención en la daga; la cazoleta estaba horadada por numerosos agujeros, dedicados a detener la punta de la espada enemiga, y a no dejarla salir fácilmente.

-Con tan buenas armas -dijo- creo que me podré defender.

Después mostró la reliquia que la señora de Turgis le regalara, y que ella llevaba escondida en el seno.

-Éste es un talismán -añadió sonriendo- que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.

-¿De dónde te viene ese juguete?

-Adivínalo.

Y su vanidad de parecer un favorito de las damas le hizo olvidar un momento a Comminges, y a la espada de combate que delante de él estaba desnuda.

-¡Juraría que te lo ha regalado esa loca de condesa! ¡Que el diablo se lleve a ella y a su caja!

-¿Sabes que la reliquia me la ha dado con el exclusivo objeto de que me auxilie en el combate de hoy?

-Me parece que haría mejor en enguantarse y no buscar ocasiones de enseñar su bella y blanca mano.

-Dios me libre -añadió Mergy poniéndose rojo- de creer en los talismanes de los papistas; pero si muero hoy, quisiera que ella supiese que había caído con su reliquia en el pecho.

-¡Qué fatuo! -exclamó el capitán encogiéndose de hombros.

-Toma esta carta para nuestra madre -dijo Mergy con voz temblorosa.

Jorge se quedó con ella, y aproximándose a una mesa, abrió un ejemplar pequeño de la Biblia, mientras que su hermano, acabándose de vestir, se ocupaba en anudar la profusión de ojales que contenían los vestidos de aquel entonces.

En la primera página de la Biblia que leía el capitán estaban escritas las siguientes palabras, por mano de su madre: «El 1 de mayo de 1557 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por buen camino! ¡Señor, presérvale de todo mal!» Se mordió los labios con rabia y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó el movimiento, supuso que alguna idea impía habría cruzado por su mente; recogió el tomo con gran respeto, lo guardó en un estuche bordado y lo encerró en un armario.

-Es la Biblia de mi madre -dijo.

El capitán se paseó por la estancia sin responder.

-¿No será ya hora de partir? -dijo Mergy, abrochando la espada al tahalí.

-Todavía no. Tenemos tiempo de desayunarnos.

Se sentaron los dos delante de una mesa cubierta de toda clase de pasteles y de un jarro de plata lleno de vino. Mientras comían discutieron largamente, y con apariencia de interés, si el mérito de este vino era mejor o peor que otros de la bodega del capitán; cada uno de ellos se esforzaba en esta conversación fútil en ocultar al otro los verdaderos sentimientos de su alma.

El capitán se levantó el primero.

-Marchemos -dijo con voz ronca.

Y colocándose el sombrero hasta los ojos, descendió por la escalera.

En una barca atravesaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus caras el motivo que los conducía al Pré-aux-Clercs, se apresuró, mientras remaba con gran vigor, a referirles, con muchos detalles, que el mes pasado dos caballeros, uno de los cuales se llamaba el conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilarle su lancha para poderse batir a su gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario de Comminges, cuyo nombre sentía no recordar, había perecido, y después fue el cadáver llevado a la orilla, de donde no se le había podido recoger.

Al llegar a la ribera opuesta advirtieron otra barca que conducía a Comminges y al vizconde de Beville.

-¡Hola! -exclamó este último-. ¿Eres tú o tu hermano a quien va a matar Comminges?

Y al decir estas palabras abrazó a Jorge, riendo.

El capitán y Comminges se saludaron con gravedad.

-Caballero -dijo el capitán a Comminges en cuanto pudo desembarazarse de Beville-, creo que es mi deber realizar todavía un esfuerzo, a fin de impedir las consecuencias de una contienda que no está fundada en motivos que atenten realmente al honor. Estoy seguro que Beville unirá sus esfuerzos a los míos.

Beville hizo un gesto negativo.

-Mi hermano es muy joven -añadió Jorge- y carece de experiencia en la esgrima; por consecuencia, se halla más obligado que otro a mostrarse susceptible. Vos, caballero, tenéis una reputación bien ganada, y vuestro honor en nada desmerecería si reconocierais delante de nosotros que, por una equivocación...

Comminges le interrumpió con una carcajada...

-¡Es gracioso, querido capitán! ¿Creéis que soy un hombre que abandona al amanecer el lecho, en donde yace con su amada, y atraviesa el Sena para dar excusas a este mozalbete?

-Olvidáis, caballero, que se trata de mi hermano, y le despreciáis...

-Aunque fuera vuestro padre, ¿qué me importa? Me preocupa muy poco vuestra familia.

-Pues, con vuestro permiso, recojo el guante dirigido a mi familia, y, como soy el hermano mayor, seré el primero en batirme con vos, si no os oponéis.

-Perdonad, capitán. Estoy obligado, con arreglo a las leyes del duelo, a dar prioridad en el desafío al caballero que me ha provocado. Vuestro hermano tiene un derecho imprescriptible, como dicen en el Palacio de Justicia. Cuando concluya con él estaré a vuestras órdenes.

-Es perfectamente justo -exclamó Beville-, y no permitiré que sea de otra manera.

Mergy, sorprendido de lo largo del coloquio, se acercó a pasos lentos y llegó en el preciso instante en que su hermano colmaba de injurias a Comminges, llegando a llamarle cobarde, a lo que respondió fríamente:

-Después de vuestro hermano me ocuparé de vos.

Bernardo agarró a Jorge por el brazo.

-¿Es así como me ayudas? -le dijo-. ¿Pretendes que delegue en ti el puesto que me corresponde?... Caballero -dijo, volviéndose hacia Comminges-, estoy a vuestras órdenes. Podemos empezar cuando gustéis.

-En seguida -respondió el espadachín.

-¡Admirable contestación! -dijo Beville, estrechando la mano de Mergy-. Si no tenemos el sentimiento de enterrarte en este campo, irás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el justillo y desabrochó las cintas de sus zapatos para demostrar que tenía el propósito de no retroceder ni un paso. Era una moda al uso de los duelistas profesionales. Mergy y Beville le imitaron; sólo el capitán permaneció sin quitarse ni la capa.

-¿Qué haces, querido Jorge? ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? -dijo Beville-. Ni tú ni yo somos de esos que, cruzados de brazos, dejan a sus amigos que combatan. Nosotros practicamos la costumbre de Andalucía[1].

El capitán se encogió de hombros.

-¿Pero supones que estoy de broma? Te juro por mi vida que tenemos que batirnos. ¡Que me lleve el diablo si no lo consigo!

-Eres loco o tonto -dijo Jorge con frialdad.

-¡Pardiez! Me darás cuenta de esas palabras, si no quieres obligarme a...

Y llevó la mano a la espada, todavía en la vaina, en actitud airada y agresiva.

-¿Lo quieres? -dijo el capitán-. Sea...

Comminges, con una elegancia especial, desenvainó rápido la espada y arrojó a veinte pasos de distancia la vaina y el tahalí; Beville quiso imitarle; pero su arma se resistía a salir al llegar a la mitad de la hoja, lo que juzgó como una desventura y un presagio. Los dos hermanos desenvainaron también las espadas, aunque menos aparatosamente; también arrojaron las vainas que habrían podido estorbarles. Cada uno se colocó delante de su adversario con la espada desnuda en la mano derecha y la daga en la izquierda. Los cuatro hierros se cruzaron al mismo tiempo.

Jorge, por cierta maniobra de esgrima que los maestros italianos llamaban entonces liscio di spada a cavare alla vita[2], y que consiste simultáneamente en oponer la fuerza a la habilidad, dominó a su adversario, el cual tuvo que soltar su espada, encontrándose en el pecho con la punta de la de su enemigo.

Pero Jorge de Mergy bajó el arma.

-Tienes menos fuerza que yo -dijo-; cesemos el combate... No esperes a que me encolerice.

Beville se había puesto pálido al ver la espada del capitán que le rozaba el pecho. Algo confuso le tendió la mano, y los dos, después de arrojar sus armas a tierra, se volvieron impacientes para contemplar el combate de los importantes actores de esta escena.

Mergy conservaba su sangre fría, dando muestras de bravura. Era ducho en la esgrima y tenía una fuerza corporal superior a la de Comminges, que, además, parecía resentido de las fatigas de la noche anterior. Durante algún tiempo se concretó tan sólo nuestro héroe a parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar Comminges; Bernardo, con gran vista, presentaba siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubría el pecho con la daga. Esta resistencia inesperada irritó a Comminges. Se le vio palidecer; pero en un hombre valiente la palidez no indica sino un exceso de ira... Con gran furor y pericia redobló sus ataques... En uno nuevo batió con suma destreza la espada de Mergy, y se lanzó a fondo sobre su enemigo, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa. La punta del acero tropezó con el pulido amuleto, y el arma resbaló, tomando una dirección oblicua, y, en vez de entrar en los pulmones, no atravesó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros de la primera herida. Y antes de que Comminges pudiese poner de nuevo su espada en guardia, Mergy le hirió en la cabeza con la daga tan violentamente, que perdió el equilibrio y cayó a tierra. Comminges vino al suelo simultáneamente y los dos padrinos les creyeron muertos.

Bernardo se levantó en seguida, y su primer impulso fue recoger su espada, que se le había escapado en la caída... Comminges no se movía... Beville acudió en su socorro y le encontró con el rostro todo cubierto de sangre. Al atajarla vio que la daga había penetrado en un ojo y que su amigo murió instantáneamente, pues que el hierro le debió llegar hasta el cerebro.

Mergy contempló el cadáver, un poco turbado.

-Estás herido, Bernardo -dijo el capitán, yendo a su socorro.

-¿Herido?

Y advirtió entonces por primera vez que su camisa estaba ensangrentada.

-No es nada -dijo el capitán-. La estocada ha resbalado.

Y restañó la sangre con un pañuelo, pidiendo también el de Beville para acabar la cura. Beville dejó caer en la hierba el cuerpo del espadachín y entregó su pañuelo en el acto, así como el de Comminges, recogido del justillo.

-¡Pardiez, amigo! ¡Vaya un golpe! ¡Por mi vida! ¿Qué van a hacer los «refinados» de París si de provincias empiezan a venir muchos jóvenes de vuestra fortaleza? Decidme: ¿Cuántos duelos habéis tenido ya?

-Éste es el primero -respondió Mergy-. Pero, en nombre de Dios, id a socorrer a vuestro amigo.

-Tal como le habéis dejado, no tiene necesidad de socorros; la daga ha entrado hasta el cerebro, y el golpe ha sido tan bueno y con tal fuerza descargado, que... Mirad su ceja y su mejilla; la cazoleta de la daga ha quedado marcada como un sello en la cera.

Mergy sintió un gran temblor en todos sus miembros, y gruesas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Beville recogió la daga y empezó a observar con gran atención la sangre que llenaba las estrías.

-He aquí un instrumento -dijo- a quien el hermano menor de Comminges deberá algo importante. Esta hermosa daga le hace heredero de una soberbia fortuna.

-Vámonos... ¡Llevadme de aquí! -dijo Mergy con voz emocionada, agarrándose al brazo de Jorge.

-No te aflijas tanto -contestó, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el justillo-. Después de todo, el hombre que ha muerto no era digno de que se le llore.

-¡Pobre Comminges! -exclamó Mergy-. ¡Y decir que te ha matado un hombre que se bate por vez primera, a ti que contabas cerca de cien desafíos! ¡Pobre Comminges!

Tal fue el fin de su oración fúnebre.

Al echar una última mirada sobre su amigo, Beville advirtió el reloj del difunto, suspendido sobre el cuello, según la moda de entonces.

-¡Pardiez! -exclamó-. Ya no tienes necesidad de saber la hora.

Y recogiendo el reloj se lo metió en el bolsillo mientras hacía observar que el hermano de Comminges iba a ser suficientemente rico y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Y como viera alejarse a los dos hermanos, exclamó mientras se ponía el justillo con mucha prisa:

-¡Aguardadme! ¡Eh, caballero de Mergy! ¡Que os olvidáis de vuestra daga! Al menos, no dejarla perder.

Y limpiando la hoja con la camisa del muerto, corrió a reunirse con el joven duelista.

-Consolaos, querido -le dijo cuando entraban en la lancha-. No pongáis esa cara afligida. Creedme. En vez de esas lamentaciones, id hoy mismo a casa de vuestra amada y dedicaros a una tarea que, dentro de nueve meses, proporcione a la república un ciudadano, que será compensación ante vuestra conciencia del que acabáis de matar. De todas maneras, el mundo poco habrá perdido con lo que habéis hecho... Vamos, barquero, rema como si fueses a ganar por ello una buena propina... Mirad esos hombres con alabardas que avanzan hacia nosotros... Son los alguaciles que regresan de la torre de Nesle, y no nos conviene encontrarnos con ellos.


[1] Este supuesto de Mérimée me parece arbitrario, pues los desafíos en España fueron individuales hasta el siglo XIX, en que empezó la costumbre del duelo con testigos pasivos.-N. del T.

[2] Batir el hierro, y directo al cuerpo. Tal es la frase con que se designa en la actualidad el golpe por los maestros españoles.-N. del T.

lunes, 1 de noviembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 8



Regresando de tener la computadora rota por mas de tres semanas!!! Aquí continuamos con la cacería y una charla interesante entre la condesa Diana y nuestro héroe Mergy.


La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a comenzar.

-Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.

-Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?

-Sí, señora -respondió un poco asombrado de la pregunta.

-Pero... ¿Bien?... ¿Bien?

-Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.

-Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.

-En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.

-¿Mejor?

-Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas -dijo sonriendo- que no derretirse en sudor haciendo esgrima?

-Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?

-Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?

-Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.

-Me conformo a ella -dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.

-Sepamos... ¿Qué haréis mañana?

-¿Mañana?

-Sí; no os hagáis el asombrado.

-Señora...

-Respondedme; lo sé todo -exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.

-Haré lo que mejor pueda -dijo al fin.

-Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón...

-¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?

-¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento -añadió sonriendo-; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.

-Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».

-Se dice.

-¿Y no estáis inquieto?

-Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.

-¡La ayuda de Dios! -interrumpió ella con aire de desprecio-; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

-Sí, señora -respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.

-Corréis más riesgo que el otro.

-¿Por qué?

-Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.

-Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.

-No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!

-De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.

-La diferencia es muy grande -dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia-. Nuestros doctores lo explican.

-¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...

-Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.

-Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?

-¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!

-Volvemos a comenzar, señora.

-¿Pero la creéis buena?

-Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...

-Vuestro hermano se ha convertido...

-Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.

-¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! -exclamó colérica.

-Me parece que mañana va a llover -dijo Mergy mirando al cielo.

-Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.

Bernardo se inclinó respetuosamente.

-Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?

Mergy sonrió.

-¿Y creéis mancharos si las tocáis? -continuó ella-. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.

-Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.

-Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.

-¿Y murió el perro?

-No le alcanzó ni un solo plomo.

-Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.

-¿De veras?... ¿Y la llevaríais?

-Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?

Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.

-Tened -dijo ella-. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.

-Si puedo, ciertamente.

-Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.

-Acepto la reliquia por venir de vos.

Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.

-Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.

Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.

-No, no; es demasiado tarde.

-Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.

-¡Quitadme el guante! -dijo ella tendiéndole la mano.

Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.

-Caballero -dijo la condesa con voz emocionada-, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?

-No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.

-Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...

La condesa se detuvo.

-¿Se decidiera?

-Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.

-¿Seriamente?

E intentó de nuevo estrechar su mano.

-Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.

-¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?

-Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.

-¡Ya escucho el grito de la victoria! -exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.

El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.

El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.

El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

-¡Que se aproximen las damas! -exclamó el rey.

Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.

-Toma, parpaillot -gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.

Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.

-El rey tiene el aspecto de un matarife -dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.

Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.

Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.