Seguimos con el capitulo 4 del libro de Puskin, donde se va desarrollando el duelo.
Acto seguido fui a ver a Iván Ignátich, a quien encontré con la aguja en la mano, ensartando, por encargo del comandante, setas para secar para el invierno.
- ¡Hola, Piotr Andréyevich! – exclamó al verme -. ¡Bienvenido sea! ¿Qué le trae por aquí, se puede saber?...
En pocas palabras le expliqué que me había peleado con Alexéi Ivánich y que deseaba que fuese mi testigo. Iván Ignátich me escuchó con atención, abriendo mucho su único ojo.
- Lo que uestes quiere decir, y permítame la pregunta, es que desea batirse con Alexéi Ivánich y quiere que yo intervenga como testigo, ¿no es eso?
- Exactamente.
- ¡Pero, por Dios, Piotr Andréyevich! ¡Qué cosas se le ocurren! ¿Qué ha disputado con Alexéi Ivánich? ¡Pues vaya cosa! Las palabras se las lleva el viento. A un insulto suyo, responda usted con otro. ¿Qué él le da un cachete en las narices? Usted le devuelve otro en un oído, o dos, o tres…, y se acabó. Pero, ¡eso de matar a su prójimo! Y aún si fuese usted quien matase a Alexéi Ivánich, ¡vaya con Dios!; no le tengo ninguna simpatía a ese individuo. Pero, ¿y si fuese él quien le matase a usted? ¿Qué pasaría entonces?
Los razonamientos del juicioso teniente no consiguieron disuadirme, no me hicieron cambiar de intención.
- De todos modos – añadió Iván Ignátich – haga lo que crea conveniente; pero, ¿para que necesita testigos? ¿De qué le servirán? ¿Acaso es una novedad ver matarse a dos individuos? Gracias a Dios ya he visto bastante en la guerra con los suecos y con los turcos.
Como pude le expliqué la obligación del testigo; pero Iván Ignátich era incapaz de comprenderme, y por fin me dijo:
- Está bien, ya que pretende usted mezclarme en este asunto, lo mejor será que lo ponga en conocimiento de Iván Kusmich, y como cosa del servicio que le diga que en la fortaleza se está tramando en contra de los intereses del Estado, por si considera conveniente tomar las medidas oportunas.
Asustado, rogué a Iván Ignátich que no dijese nada al comandante, y a duras penas logré convencerle y que me diera su palabra. En vista de su actitud, decidí prescindir de él.
Como de costumbre, pasé la noche en casa del comandante, y traté de aparentar un aire alegre e indiferente, para no despertar ninguna sospecha y evitar preguntas engorrosas; pero confieso que no pude aparentar esa frialdad de que suelen envanecerse casi siempre las personas que se encuentran en mi situación. Aquella noche me sentía inclinado a la ternura. María Ivánovna me gustaba más que de costumbre. La idea de que iba a verla, probablemente por última vez, la hacía más conmovedora a mis ojos. Shvabrin vino en seguida. Aproveché la ocasión para llevarlo a un lado y ponerle al corriente de mi conversación con Iván Ignátich.
- ¿Para qué necesitamos testigos? – me dijo con sequedad -. Podemos arreglarnos sin ellos.
mejor sin testigos... que luego todo se sabe...jijiji!!
ResponderEliminarbesos mil!!
bien de machos, no crees?
ResponderEliminarque aguerrido nuestro hombre, no hay quien lo disuada, el caso es limpiar la ofensa y con sangre, a poder ser. besos
ResponderEliminarLuego del largo percance de una semana con el señor internet, vuelvo a navegar por estos mares.
ResponderEliminarPero cuantas novedades nos va trayendo esta historia, se va tornando muy interesante.
un saludo cariñoso Monsieur, como siempre.
LD