Les dejo la continuación del capítulo El Duelo, de La Hija del Capitan, de Puskin. Avanzando así de a poco se va creando un poco de suspenso.
A pesar de las predicciones, los bashkiros no molestaban y la paz reinaba en toda la región. Pero una súbita discordia familiar vino a interrumpirla.
Ya he dicho que me gustaba la literatura. Mis ejercicios para aquel tiempo eran ya estimables, y algunos años más tarde hubo de alabármelos mucho Alexandr Petróvich Sumarókov. Un día se me ocurrió escribir una cancioncilla, de la que quedé muy satisfecho. Es sabido que los autores suelen buscar, con el pretexto de pedir consejo, la aprobación de los oyentes. Así, una vez escrita mi cancioncilla, se la llevé a Shvbrin, que era el único en toda la fortaleza capaz de apreciar una composición poética. Tras un breve preámbulo saqué del bolsillo mi cuaderno y le leí las siguientes estrofas:
En vano me empeño / en olvidar su hermosura / ¡Ay! Cómo me esfuerzo / en recobrar mi libertad. / Sus hermosos ojos / me miran con fijeza / afligiendo mi alma, / turbando mi paz. / Cuando sepas mi desdicha, / Oh Masha, apiádate de mí, / por fin al cruel tormento / de estar prendado de ti.
- ¿Qué te parecen? – pregunté a Shvabrin, esperando su elogio, como si fueran un tributo que me debía. Con gran disgusto mío, Shvabrin, que de costumbre era indulgente, declaró resueltamente que mi canción no valía un comino.
- ¿Por qué? – exclamé, disimulando mi desilusión.
- Porque esos versos – contestó – son dignos de mi maestro, Vasili Kirílich Trediakovski, y me recuerdan mucho a sus coplas amorosas.
Y entonces cogió mi cuaderno y empezó a analizar despiadadamente cada verso y cada palabra, burlándose de mí de la manera más mordaz. No pude resistirlo, le arrebaté el cuaderno de las manos y le dije que jamás volvería a enseñarle mis escritos. También de esta amenaza mía se burló Shvabrin.
- Ya veremos – dijo – si eres capaz de cumplir con tu palabra; los poetas necesitan oyentes, como necesita Iván Kusmich una garrafa de vodka antes de la comida. ¿Y quién es esa Masha a la que declaras tu tierna pasión y tu infortunio amoroso¿ ¿Es quizás María Ivánovna?
- A ti que te importa – dije frunciendo el ceño – quién sea esa Masha. Además no necesito tu opinión, ni tus conjeturas.
- ¡Vaya! ¡Cuánto amor propio tiene el poeta y cuán modesto es el enamorado! – prosiguió Shvabrin, irritándome cada vez más -. Escucha, sin embargo, un consejo de amigo: si quieres tener éxito, te aconsejo que no le vayas con cancioncillas.
- ¿Qué quieres decir con eso? Haz el favor de explicarte.
- Con mucho gusto. Quiero decir que si deseas que Masha Ivánovna vaya a tu casa al atardecer, en lugar de versitos enternecedores, es mejor que le regales un par de pendientes.
- ¿Y por qué tienes esa opinión de ella? – pregunté, conteniendo a duras penas mi indignación.
- Pues porque conozco por experiencia – contestó con una sonrisa diabólica – sus inclinaciones y costumbres.
- ¡Mientes, miserable! – grité enloquecido -. ¡Mientes de la manera más desvergonzada!
Shvabrin mudó su expresión y, apretándome un brazo me dijo:
- Esto no te lo consiento, tendrás que darme una satisfacción.
- Cuando quieras estoy a tu disposición – contesté con cierta alegría.
En aquel momento estaba dispuesto a destrozarle.
vaya, y que como buena dama de epoca me atraen los duelos... jejeje interesante esta parte, si señor, y muy cómica la practicidad del interlocutor de nuestro hombre : " no le vaya con cancioncillas, sino con un par de pendientes..." saludos
ResponderEliminarY espera a ver como sigue, este relato está lindo porque pone énfasis en todo el entorno del duelo.
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