Por fin llegó el momento, pero atención, no termina acá la historia. Como les decía antes, mas interesante que el duelo en sí, está todo lo que lo rodea, como estamos viendo a lo largo de estos fragmentos.
Las palabras de María Ivánovna me abrieron los ojos y me aclararon muchas cosas. Entonces comprendí por qué Shvabrin la perseguía con malévola obstinación; probablemente se había dado cuenta de nuestra mutua atracción y trataba de alejarnos. Las palabras que habían provocado nuestra querella me parecían ahora más infames: veía en ellas, más que una broma improcedente, una calumnia deliberada. Sentí acrecentados mis deseos de castigar al miserable insolente y me puse a esperar, impaciente, la ocasión favorable.
Esta no tardó en presentarse. Al día siguiente, me hallaba escribiendo una elegía y royendo la punta de mi pluma a la espera de dar con una rima, cuando llegó Shvabrin y empezó a llamar al pie de mi ventana. Dejé la pluma, me ceñí la espada y salí a su encuentro.
- ¿Para qué aplazarlo? – me dijo -; ahora no nos vigilan. Bajemos hasta el río, que allí no nos molestará nadie.
Echamos a andar en silencio, y por un sendero pronunciado fuimos a parar a la orilla misma del río, donde desenvainamos las espadas. Shvabrin era más hábil, pero yo era más fuerte y audaz; monsieur Boaupré en otros tiempos había sido soldado, me había dado algunas lecciones de esgrima, que aproveché muy bien. Shvabrin no esperaba encontrar en mí a un adversario tan peligroso. Durante un buen rato ninguno de los dos logró herir a su rival; pero advirtiendo que Shvabrin flojeaba, empecé a atacarle con ardor, haciéndole retroceder hasta el río. De súbito oí que me llamaban por mi nombre a grandes voces; miré y vi a Savélich que venía corriendo por el accidentado sendero… En aquel instante sentí en el pecho un intenso dolor bajo el hombro derecho, y caí, perdido el sentido.