lunes, 24 de mayo de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 7


Por fin llegó el momento, pero atención, no termina acá la historia. Como les decía antes, mas interesante que el duelo en sí, está todo lo que lo rodea, como estamos viendo a lo largo de estos fragmentos.

Las palabras de María Ivánovna me abrieron los ojos y me aclararon muchas cosas. Entonces comprendí por qué Shvabrin la perseguía con malévola obstinación; probablemente se había dado cuenta de nuestra mutua atracción y trataba de alejarnos. Las palabras que habían provocado nuestra querella me parecían ahora más infames: veía en ellas, más que una broma improcedente, una calumnia deliberada. Sentí acrecentados mis deseos de castigar al miserable insolente y me puse a esperar, impaciente, la ocasión favorable.

Esta no tardó en presentarse. Al día siguiente, me hallaba escribiendo una elegía y royendo la punta de mi pluma a la espera de dar con una rima, cuando llegó Shvabrin y empezó a llamar al pie de mi ventana. Dejé la pluma, me ceñí la espada y salí a su encuentro.

- ¿Para qué aplazarlo? – me dijo -; ahora no nos vigilan. Bajemos hasta el río, que allí no nos molestará nadie.

Echamos a andar en silencio, y por un sendero pronunciado fuimos a parar a la orilla misma del río, donde desenvainamos las espadas. Shvabrin era más hábil, pero yo era más fuerte y audaz; monsieur Boaupré en otros tiempos había sido soldado, me había dado algunas lecciones de esgrima, que aproveché muy bien. Shvabrin no esperaba encontrar en mí a un adversario tan peligroso. Durante un buen rato ninguno de los dos logró herir a su rival; pero advirtiendo que Shvabrin flojeaba, empecé a atacarle con ardor, haciéndole retroceder hasta el río. De súbito oí que me llamaban por mi nombre a grandes voces; miré y vi a Savélich que venía corriendo por el accidentado sendero… En aquel instante sentí en el pecho un intenso dolor bajo el hombro derecho, y caí, perdido el sentido.

miércoles, 19 de mayo de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 6


No hubo duelo, pero la historia no termina acá. Además, todo duelo, mas que el combate en sí, tiene el mayor atractivo en los entretelones del asunto, como está ocurriendo aquí.



Iván Kusmich no sabía que decir. María Ivánovna estaba increíblemente pálida. Poco a poco fue calmándose la tempestad; la mujer del comandante se apaciguó y, finalmente, nos obligó a darnos un abrazo.

Palashka nos devolvió las espadas y salimos de la casa aparentemente reconciliados. Iván Ignátich nos acompañó.

- ¿No le da vergüenza – le dije irritado – habernos denunciado al comandante después de prometernos que no lo haría?

- Le juro por Dios que no he dicho nada a Iván Kusmich – contestó -. Fue Vasilia Yegórovna quien me lo sonsacó; ella fue quien dispuso todo, sin que el comandante se enterase… Pero, en fin, ya ha terminado todo.

Dicho esto se volvió a su casa. Shvabrin y yo nos quedamos solos.

- Lo nuestro no puede acabar así – le dije.

- Naturalmente – contestó -. Tendrá que responder con su sangre de su insolencia; pero como probablemente seguirán vigilándonos, tendremos que fingir durante algunos días. ¡Hasta la vista!

Y nos separamos como si nada hubiese pasado.

Cuando volví a casa del comandante me senté, como de costumbre, al lado de María Ivánovna. Iván Kusmich no estaba y Vasilia Yegórovna andaba ocupada en los quehaceres de la casa. Empezamos a hablar a media voz, y, con ternura, María me confesó la inquietud que le había causado mi disputa con Shvabrin.

- Pensé que me moría – dijo – cuando nos comunicaron que pensaban ustedes batirse a espada. ¡Qué extraños son los hombres! Por una palabra, que probablemente olvidarán pasados unos días, están dispuestos a matarse, sacrificando no sólo su vida, sino desgraciadamente también la felicidad de aquellos que… Pero estoy segura de que el que provocó la disputa no fue usted. Probablemente el culpable es Aléxei.

- ¿Y por qué cree usted eso, María Ivánovna?

- Pues… porque es muy burlón. No le tengo ninguna simpatía a ese Aléxei Ivánich. Me desagrada muchísimo; y, mire que cosa tan rara: por nada del mundo desearía serle tan desagradable como él lo es para mí. Estaría muy preocupada.

- ¿Y que cree usted, María Ivánovna? ¿Le gusta usted a Shvabrin, o no?

María Ivánovna tartamudeó, y dijo al tiempo que se ruborizaba:

- Me parece…, bueno…, creo que le gusto.

-¿Por qué lo cree?

- Porque me pidió la mano.

- ¡La mano! ¿La pidió en matrimonio? ¿Cuándo?

- El año pasado, unos dos meses antes de que usted llegase.

- ¿Y usted no accedió?

- Ya lo ve usted. No cabe duda de que Aléxei Ivánich es hombre inteligente, de buena familia y que tiene fortuna; pero solo pensar que después de la boda tendría que besarlo delante de todos… ¡Por nada del mundo! ¡Antes prefiero morir!

domingo, 16 de mayo de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 5 (de Alexandr Pushkin)


Parecía que habíamos llegado pero no, solo hubo un intento, la historia continuará...

Al día siguiente, a la hora señalada, me encontraba detrás de los almirales, esperando a mi adversario, que no tardó en llegar.

- Pueden encontrarnos; es mejor que nos demos prisa.

Nos despojamos de las guerreras, y quedándonos sólo en camisa, desnudamos las espadas.

En aquel momento apareció por detrás de los almirales Iván Ignátich con cinco inválidos (soldados veteranos) y nos comunicó la orden de que compareciéramos ante el comandante.

Obedecimos de mala gana, y nos pusimos en marcha detrás de Iván Ignátich, que nos conducía con gran solemnidad y marcando el paso, haciendo ostentación de importancia.

Entramos en la casa del comandante. Aquí Iván Ignátich abrió la puerta, anunciando solemnemente: “¡Aquí los traigo!”.

Vasilia Yegórovna salió a nuestro encuentro, exclamando:

- ¡Dios mío! ¡Señores! ¡Qué es esto! ¡Cómo es posible! ¡Querer matarse en nuestra fortaleza! ¡Iván Kusmich, arréstalos inmediatamente! ¡A ver, Piotr Andréyevich, Aléxei Ivánovich, depongan sus espadas, depónganlas rápido! ¡Palashka, lleva estas espadas al desván! Piotr Andréyevich, no esperaba esto de ti ¿No te da vergüenza? Que sea Alexei Ivánovich, que le echaron de la guardia por una muerte, y además no cree en Dios, pase, ¡pero tu!, ¡también tu!

Iván Kusmich aprobaba todo cuanto decía su esposa, y añadió:

- Además, Vasilia Yegorovna, el duelo está terminantemente prohibido por las ordenanzas militares.

Entretanto, Palashka había cogido las espadas y las había llevado al desván, y aunque Shvabrin se mantenía imperturbable, yo no pude menos que reírme.

- Con todo el respeto que siento por usted – dijo este último, dirigiéndose a Vasilia con gran frialdad -, he de decirle que es inútil que se preocupe de nosotros. Tenga la bondad de dejarlo en manos de Iván Kusmich, es a él… a quien le incumbe.

- ¡Dios mío! – repuso la mujer del comandante -. ¿Acaso el marido y la mujer no son una misma alma y un mismo cuerpo? ¡Iván Kusmich! ¿A qué esperar? ¡Ponlos en el acto en diferentes calabozo, a pan y agua, para que recobren el juicio; y que venga el padre Guerásim y les imponga una penitencia pública, para que pidan perdón a Dios y se arrepientan públicamente!

lunes, 10 de mayo de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 4


Ya va tomando forma el desafío. Aunque casi se hecha todo a perder.

Convinimos en batirnos detrás de los almirales que había cerca de la fortaleza, y encontrarnos allí a las siete de la mañana. Nuestra conversación fue en apariencia tan cordial que Iván Ignátich, de contento, se fue de la lengua.

- Si ya lo sabía yo – exclamó con aire satisfecho -. Vale más una mala paz que una buena pelea y al honor no le estorba la salud.

- ¿Qué pasa, Iván Ignátich? – preguntó la mujer del comandante, que estaba haciendo un solitario en un rincón de la estancia -; no te he oído.

Como advirtiera en mis señales de disgusto y recordando su promesa, Iván Ignátich se desconcertó y no supo que contestar. Shvabrin acudió en su ayuda.

- Iván Ignátich aprueba nuestra reconciliación.

- Pero ¿con quién te habías enemistado?

- Hemos tenido una disputa bastante violenta Piotr Andréyevich y yo.

- ¿Y por qué?

- Por una verdadera tontería: por una cancioncilla, Vasilisa Yegórovna.

- ¡Pues vaya un motivo! ¡Una cancioncilla!... ¿Y cómo ha sido eso?

- Ocurrió lo siguiente: Piotr Andreyévich compuso hace unos días una canción, y hoy ha venido a cantármela. Después de oírla, he empezado a entonar mi estribillo:

Hija del capitán / no salgas a medianoche.

Surgió la disputa, Piotr Andreyévich se molestó, pero luego, comprendiendo que cada cual es libre de cantar lo que le plazca, quedó zanjeada la cuestión.

La desvergüenza de Shvabrin estuvo a punto de enfurecerme; nadie, excepto yo, comprendió sus equívocas alusiones; por lo menos, nadie reparó en ellas. De la cancioncilla pasó la conversación a los poetas; el comandante declaró que eran todos unos perdidos y unos borrachos, aconsejándome, como amigo, que abandonase la poesía, que era cosa contraria al servicio y que no podía conducirme a nada bueno.

La presencia de Shvabrin me resultaba insoportable, y no tardé en despedirme del comandante y de su familia. Al llegar a casa examiné mi espada, probé la punta y me eché a dormir, después de ordenar a Savélich que me despertase a las siete.

miércoles, 5 de mayo de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 3


Seguimos con el capitulo 4 del libro de Puskin, donde se va desarrollando el duelo.

Acto seguido fui a ver a Iván Ignátich, a quien encontré con la aguja en la mano, ensartando, por encargo del comandante, setas para secar para el invierno.

- ¡Hola, Piotr Andréyevich! – exclamó al verme -. ¡Bienvenido sea! ¿Qué le trae por aquí, se puede saber?...

En pocas palabras le expliqué que me había peleado con Alexéi Ivánich y que deseaba que fuese mi testigo. Iván Ignátich me escuchó con atención, abriendo mucho su único ojo.

- Lo que uestes quiere decir, y permítame la pregunta, es que desea batirse con Alexéi Ivánich y quiere que yo intervenga como testigo, ¿no es eso?

- Exactamente.

- ¡Pero, por Dios, Piotr Andréyevich! ¡Qué cosas se le ocurren! ¿Qué ha disputado con Alexéi Ivánich? ¡Pues vaya cosa! Las palabras se las lleva el viento. A un insulto suyo, responda usted con otro. ¿Qué él le da un cachete en las narices? Usted le devuelve otro en un oído, o dos, o tres…, y se acabó. Pero, ¡eso de matar a su prójimo! Y aún si fuese usted quien matase a Alexéi Ivánich, ¡vaya con Dios!; no le tengo ninguna simpatía a ese individuo. Pero, ¿y si fuese él quien le matase a usted? ¿Qué pasaría entonces?

Los razonamientos del juicioso teniente no consiguieron disuadirme, no me hicieron cambiar de intención.

- De todos modos – añadió Iván Ignátich – haga lo que crea conveniente; pero, ¿para que necesita testigos? ¿De qué le servirán? ¿Acaso es una novedad ver matarse a dos individuos? Gracias a Dios ya he visto bastante en la guerra con los suecos y con los turcos.

Como pude le expliqué la obligación del testigo; pero Iván Ignátich era incapaz de comprenderme, y por fin me dijo:

- Está bien, ya que pretende usted mezclarme en este asunto, lo mejor será que lo ponga en conocimiento de Iván Kusmich, y como cosa del servicio que le diga que en la fortaleza se está tramando en contra de los intereses del Estado, por si considera conveniente tomar las medidas oportunas.

Asustado, rogué a Iván Ignátich que no dijese nada al comandante, y a duras penas logré convencerle y que me diera su palabra. En vista de su actitud, decidí prescindir de él.

Como de costumbre, pasé la noche en casa del comandante, y traté de aparentar un aire alegre e indiferente, para no despertar ninguna sospecha y evitar preguntas engorrosas; pero confieso que no pude aparentar esa frialdad de que suelen envanecerse casi siempre las personas que se encuentran en mi situación. Aquella noche me sentía inclinado a la ternura. María Ivánovna me gustaba más que de costumbre. La idea de que iba a verla, probablemente por última vez, la hacía más conmovedora a mis ojos. Shvabrin vino en seguida. Aproveché la ocasión para llevarlo a un lado y ponerle al corriente de mi conversación con Iván Ignátich.

- ¿Para qué necesitamos testigos? – me dijo con sequedad -. Podemos arreglarnos sin ellos.