La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.
Mergy se creyó obligado a comenzar.
-Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.
-Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?
-Sí, señora -respondió un poco asombrado de la pregunta.
-Pero... ¿Bien?... ¿Bien?
-Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.
-Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.
-En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.
-¿Mejor?
-Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas -dijo sonriendo- que no derretirse en sudor haciendo esgrima?
-Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?
-Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?
-Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.
-Me conformo a ella -dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.
-Sepamos... ¿Qué haréis mañana?
-¿Mañana?
-Sí; no os hagáis el asombrado.
-Señora...
-Respondedme; lo sé todo -exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.
-Haré lo que mejor pueda -dijo al fin.
-Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón...
-¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?
-¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento -añadió sonriendo-; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.
-Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».
-Se dice.
-¿Y no estáis inquieto?
-Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.
-¡La ayuda de Dios! -interrumpió ella con aire de desprecio-; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?
-Sí, señora -respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.
-Corréis más riesgo que el otro.
-¿Por qué?
-Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.
-Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.
-No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!
-De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.
-La diferencia es muy grande -dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia-. Nuestros doctores lo explican.
-¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...
-Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.
-Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?
-¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!
-Volvemos a comenzar, señora.
-¿Pero la creéis buena?
-Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...
-Vuestro hermano se ha convertido...
-Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.
-¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! -exclamó colérica.
-Me parece que mañana va a llover -dijo Mergy mirando al cielo.
-Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.
Bernardo se inclinó respetuosamente.
-Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?
Mergy sonrió.
-¿Y creéis mancharos si las tocáis? -continuó ella-. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.
-Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.
-Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.
-¿Y murió el perro?
-No le alcanzó ni un solo plomo.
-Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.
-¿De veras?... ¿Y la llevaríais?
-Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?
Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.
-Tened -dijo ella-. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.
-Si puedo, ciertamente.
-Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.
-Acepto la reliquia por venir de vos.
Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.
-Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.
Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.
-No, no; es demasiado tarde.
-Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.
-¡Quitadme el guante! -dijo ella tendiéndole la mano.
Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.
-Caballero -dijo la condesa con voz emocionada-, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?
-No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.
-Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...
La condesa se detuvo.
-¿Se decidiera?
-Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.
-¿Seriamente?
E intentó de nuevo estrechar su mano.
-Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.
-¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?
-Lo exijo.
Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.
-¡Ya escucho el grito de la victoria! -exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.
En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.
El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.
El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.
El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.
-¡Que se aproximen las damas! -exclamó el rey.
Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.
-Toma, parpaillot -gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.
Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.
-El rey tiene el aspecto de un matarife -dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.
Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.
Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.
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