Y bueno, iba todo lindo con los amigos, los hermanos que se reencuentran y todo eso, pero costumbres son costumbres, y cuando el honor de una dama está de por medio, en la Francia del siglo XVI era algo grave.
Mergy, que había tomado asiento al lado del barón de Vandreuil, observó que éste, al ocupar su sitio, hizo el signo de la cruz, y musitó, teniendo los ojos cerrados, esta singularísima oración:
¡Sans Deo, pax vivis, salutem defunctis, et beata viscera virginis Mariae quae porfaverunt Aeterni Patris Filium!
-¿Sabéis el latín, barón? -preguntó Mergy.
-¿Habéis escuchado mi rezo?
-Sí; pero os confesaré que no lo he comprendido.
-A decir verdad, yo no sé latín; y apenas si entiendo una palabra del sentido de esa oración; pero me la enseñó una de mis tías, teniéndola por muy milagrosa, y yo puedo asegurar que me ha hecho muy buenos servicios.
-Me parece que esos latinajos son muy católicos, y, por tanto, nosotros, los hugonotes, no podemos comprenderlos.
-¡A pagar la multa! ¡A pagar la multa! -gritaron a la vez Jorge y Beville. Mergy la pagó de buena gana, y en la mesa fueron servidas nuevas botellas, cuyo vino aumentó el excelente humor de la alegre compañía.
La conversación se hizo cada vez más bulliciosa y Mergy se aprovechó del tumulto para hablar con su hermano, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Pero al segundo plato les sacó de su aparte el rumor de una violenta disputa que acababa de estallar entre dos comensales.
-¡Eso es falso! -gritaba el caballero de Rheincy.
-¿Falso? -dijo Vandreuil.
Y su rostro, que era de natural pálido, se puso como el de un cadáver.
-Es la más virtuosa, la más santa de las mujeres -prosiguió el caballero.
Vandreuil sonrió con amargura, encogiéndose de hombros. Todas las miradas estaban fijas en los autores de esta escena, y cada uno parecía querer esperar, en una neutralidad silenciosa, el resultado de la disputa.
-¿De qué se trata, caballeros? ¿A qué viene ese alboroto? -preguntó el capitán, deseoso, según su costumbre, de oponerse a cualquier atentado contra la buena armonía.
-Nuestro amigo Rheincy -respondió tranquilamente Beville- pretende que la señora de Sillery, de la cual se halla enamorado, es muy virtuosa, mientras que el barón afirma que es una cualquiera.
Una carcajada general, que estalló al oír tales palabras, aumentó el furor de Rheincy, que miraba con los ojos inflamados de rabia a Vandreuil y Beville.
-Puedo mostrar una carta -dijo el barón.
-Te desafío a que lo hagas -gritó el caballero.
-¡Bien! -dijo Vandreuil, con tono burlón y desdeñoso-. Voy a leer una de sus cartas a estos caballeros. Quizá conozcan su letra tan bien como yo, pues no tengo la pretensión de creerme el único hombre agraciado por sus billetitos y sus encantos. He aquí una carta que hoy mismo me ha enviado ella.
Y empezó a escudriñar en sus bolsillos a la rebusca del billete.
-¡Mientes! ¡Mientes!
La mesa era muy ancha para que la mano del barón pudiera alcanzar a su contrario, que se hallaba enfrente de él.
-¡Te haré pagar muy caro ese insulto! -gritó.
Y, acompañando la acción a la palabra, le arrojó una botella a la cabeza. Rheincy pudo eludir el golpe, y, derribando la silla en su precipitación, corrió a descolgar su espada de la pared.
Todos se levantaron; unos, para intervenir en la quimera, y la mayor parte, por la precaución de no estar muy cerca.
-¡Deteneos! ¿Estáis locos? -exclamó Jorge, colocándose delante del barón, por tenerle más próximo-. ¿Se van a batir dos buenos amigos por una despreciable mujerzuela?
-Una botella arrojada a la cabeza equivale a un bofetón -decía fríamente Beville-. ¡Vamos, caballeros! ¡A desenvainar las tizonas!
-¡Hacer plaza! ¡Hacer plaza! ¡Y a pelear con limpieza! -gritaron casi todos los jóvenes.
-¡Hala, Juanito!... Cierra la puerta -dijo indolentemente el hostelero, acostumbrado a presenciar escenas semejantes-. Si los arcabuceros del rey pasasen en este momento, interrumpirían a esos caballeros, y perjudicarían mi casa.
-¿Pero vais a batiros en un comedor de hostería como si fuerais soldados borrachos? -prosiguió Jorge, deseoso de ganar tiempo-. Esperad al menos a mañana.
-¿Hasta mañana?... Pues bien, sea -dijo Rheincy.
E hizo ademán de envainar la espada.
-¿Hay miedo, caballerito? -contestó Vandreuil.
Rápido Rheincy, separando a cuantos obstruían su ataque, se lanzó sobre su enemigo. Los dos se acometieron con grande ímpetu; pero Vandreuil había tenido tiempo de arrollarse una servilleta al brazo izquierdo y se valía de ella, con mucha habilidad, para evitar los golpes de filo, mientras que Rheincy, el cual había olvidado tal precaución, se encontraba en situación desigual, y fue ligeramente herido en los primeros asaltos. Sin embargo, no dejaba de pelear con gran valentía. Llamó a sus lacayos y les pidió que le trajesen su daga; pero Beville los detuvo, manifestando que como Vandreuil carecía de ese arma, su adversario no podía, pues, usarla noblemente. Algunos amigos de Rheincy protestaron contra ello; cambiáronse palabras fuertes, y es seguro que el duelo habría concluido con un combate general si Vandrauil no se desembarazase a escape de su adversario, hiriéndole en el pecho con una estocada hábil y peligrosa. En el acto colocó un pie sobre la espada de Rheincy, para impedirle que la recogiera, y levantó la suya, con objeto de dar el golpe de gracia mortal, pues las costumbres de los desafíos permitían en aquel entonces atrocidad tan cobarde.
-¡Herir a un enemigo desarmado! -exclamó Jorge.
Y arrancó la espada al barón.
La herida del caballero no era mortal; pero ya iba perdiendo mucha sangre. Se fue atajándola, lo mejor que se pudo, con las servilletas, mientras que el herido, con una risa forzada, decía entre dientes que el asunto no había terminado.
En seguida acudieron un fraile y un cirujano, disputándose cuál debía atender antes al paciente. El cirujano fue al fin el preferido, e hizo transportar al enfermo hasta la orilla del Sena, desde donde se le condujo en una barca hasta su casa...
Mientras que los criados se llevaban las servilletas ensangrentadas y limpiaban el pavimento, rojo de la sangre vertida, fueron colocándose nuevas botellas sobre la mesa... Vandreuil, después de limpiar cuidadosamente su espada, la envainó, hizo el signo de la cruz, y, con una imperturbable sangre fría, sacó de su bolsillo una carta, suplicó silencio y leyó la primera línea, cuyas palabras produjeron enormes carcajadas:
«Querido: Ese fastidioso caballero que me persigue...»
-Salgamos de aquí -dijo Mergy a su hermano, con una expresión de disgusto.
El capitán le siguió... La carta absorbía la atención de todos, y no fue notada la ausencia de los hermanos.
Hola Dubois!
ResponderEliminarVeo que tengo que ponerme bastante al día ;) ya que hay episodios de duelos puestos por partes.
Me ha llamado mucho la atención la novela "La hija del capitán", voy a averiguar más de que se trata y ojalá me sea posible comprarla, jejeje.
Un saludo afectuoso!
Hola Atenea, hola Silvia, que lindo volver a tenerlas por aquí!!!
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