Me gustó esto de no sólo transcribir el texto de un duelo, sino todo el entorno, así que ahora comienzo con fragmentos de la obra de Próspero Merimé titulada "Crónica del Reinado de Carlos IX" o "El Hugonote".
Mergy, un caballero protestante, se reencuentra con su hermano Jorge, convertido al catolicismo, y los acontecimientos se irán sucediendo en los tiempos previos a la matanza de San Bartolomé.
Parecían los jóvenes de excelente humor, a juzgar por sus carcajadas continuas. Si una mujer elegante pasaba ante ellos, la dirigían un saludo, mezcla de cortesía e impertinencia; otros de estos muchachos parecían tener un gran regocijo en dar fuertes codazos a los graves burgueses, que se retiraban murmurando por lo bajo miles de imprecaciones contra la insolencia de los cortesanos. De todos estos jóvenes no había más que uno que caminaba con la cabeza baja y parecía no querer tomar parte en las diversiones.
-¡Pero, Jorge, por Dios! -exclamó uno del grupo, golpeándole la espalda-, ¿qué es lo que te pasa? Hace un cuarto de hora largo que no has abierto la boca. ¿Es que has decidido hacerte cartujo?
El nombre Jorge hizo estremecerse a Bernardo; pero no pudo escuchar la respuesta de la persona a quien iban dirigidas esas palabras.
-Me apuesto cien pistolas -dijo el mismo caballero- a que se halla enamorado de algún dragón de virtud. ¡Pobre amigo! Te compadezco. Sí que es tener desgracia enamorarse en París de una mujer poco accesible.
-Vete a casa del hechicero Rudbeck -añadió otro- y te dará un filtro para hacerte amar.
-Acaso -indicó un tercero- nuestro amigo el capitán se ha enamorado de una monja. Estos diablos de hugonotes, convertidos o no, gustan mucho de las esposas del Señor.
Una voz, que Mergy reconoció al instante, respondió con tristeza:
-¡Pardiez! No estaría tan triste si se tratara de asuntos amorosos; pero -añadió más bajo- ha llegado Pons, al que envié con una carta para mi padre, y me dice que aquél persiste en no querer que le hablen de mí.
-Tu padre es de la vieja cepa -añadió otro de los jóvenes-. ¡Es uno de esos antiguos hugonotes que son indomables!
En aquel momento, el capitán Jorge, que volvió la cabeza por azar, advirtió a Bernardo. Dando un grito de sorpresa se fue hacia él con los brazos abiertos. Mergy no dudó un instante y le recibió en los suyos, estrechándole contra su pecho. Tal vez si aquel encuentro no hubiera sido imprevisto, ellos habrían procurado mostrarse un poco indiferentes; pero la casualidad devolvió a la naturaleza todos sus derechos. Y empezaron a tratarse como amigos que no se ven después de un largo viaje.
Luego de los abrazos y de las primeras palabras, Jorge se volvió hacia sus compañeros, que se habían detenido para contemplar la escena, y les dijo:
-Caballeros, acabo de tener un encuentro inesperado. Perdonadme si me he separado de vosotros para abrazar a un hermano que no había visto desde hace siete años.
-¡Pardiez! Nosotros no permitiremos que nos abandones hoy. La comida está dispuesta, y es necesario que no faltes.
Y el que hablaba así le agarraba al mismo tiempo de la capa para no dejarle escapar.
-Beville tiene razón -añadió otro-, y no estamos dispuestos a tolerar que te vayas.
-¡Eh, pues buena dificultad! -replicó Beville-. Que tu hermano venga a comer con nosotros. En vez de un buen compañero tendremos dos.
-Disculpadme, caballeros -dijo entonces Mergy-; pero hoy tengo tantas cosas que hacer... Debo enviar unas cartas...
-Dejadlo para mañana.
-Me es necesario que salgan esta noche... Y -añadió Mergy, sonriendo y un poco avergonzado- os confesaré que me hallo sin dinero, y que me es indispensable ir a buscarlo.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Bonita excusa! -exclamaron todos a la vez-. No podríamos permitir que rehusaseis comer con unos caballeros cristianos para ir a tomar préstamo de un judío.
-¡Tened, querido amigo! -dijo Beville, sacando con cierta afectación una gruesa bolsa de seda-. Fiaros de mí como de vuestro propio administrador. El juego me ha tratado bien estos últimos días.
-¡Vamos! ¡Vamos! No nos detengamos más, y a comer, que la comida nos espera -dijeron varios.
El capitán, todavía indeciso, miraba a su hermano.
-¡Bah! -dijo al fin-, ya tendrás tiempo suficiente para escribir tus cartas. Respecto al dinero, yo lo tengo. De modo que vente con nosotros, y así empezarás a hacer conocimiento con la vida de París.
Mergy se dejó llevar. Su hermano le fue presentando a sus amigos, uno después de otro: el barón de Vandreuil, el caballero de Rheincy, el vizconde de Beville, etc., los cuales recibieron con palabras cariñosas al recién venido, quien se vio obligado a abrazar a todos. Beville fue el último.
-¡Oh! ¡Oh! -exclamó al hacerlo-. Por mi vida, camarada, yo percibo cierto olor herético. Apostaría mi silla de oro contra una pistola a que sois muy religioso.
-Es cierto, caballero. Aunque no estoy seguro de ser tan buen religioso como aseguráis, y es mi obligación.
-¡Ved si no sé distinguir un hugonote entre mil personas! ¡Mal rayo! Qué aire más serio ponen estos caballeros cuando se les habla de su religión.
-Me parece que no se debe hablar nunca en broma de una cosa tan seria.
-M. de Mergy tiene razón -dijo el barón de Vandreuil-, y a vos, Beville, os producirán desgracia vuestras feas burlas de las cosas sagradas.
-¡Mirad el carita de santo, por dónde sale! -dijo Beville-; es el más taimado libertino de todos nosotros, y de vez en cuando se cree en el caso de predicarnos un sermón.
-Dejadme ser lo que sea, Beville -dijo Vandreuil-. Si me entrego al libertinaje es porque no puedo domar mi carne; pero respeto cuanto es respetable.
-Pues yo sólo respeto mucho... a mi madre, que es la única mujer virtuosa que he conocido. Los hombres, querido, que se llamen católicos, hugonotes, papistas, judíos o turcos, los creo todos unos. Me preocupo de ellos lo mismo que de una espuela rota.
-¡Impío! -murmuró Vandreuil. E hizo el signo de la cruz sobre su boca, limpiándosela después varias veces con el pañuelo.
-Debes saber, Bernardo -dijo el capitán Jorge-, que entre nosotros no hallarás disputas como aquellas que entablaba nuestro sabio maestro Teobaldo Wolfrteinius. Hacemos poco caso de conversaciones teológicas, y, a Dios gracias, solemos emplear mejor nuestro tiempo.
-Acaso -respondió Mergy con un poco de amargura- hubiera sido preferible para ti que escucharas más atentamente las doctas disertaciones del digno pastor que acabas de nombrar.
-Deja este asunto, hermanito; quizá te hable de ello más tarde; sé que tienes de mí una opinión... No importa... Pero no estamos aquí para hablar de estas cosas... No dudes que soy un hombre honrado, y tú lo comprenderás algún día... Mas ahora no debemos pensar sino en divertirnos.
Y se pasó la mano por la frente como para desechar una idea penosa.
-¡Mi buen hermano! -le dijo por lo bajo Mergy, estrechándole la diestra. Jorge se la apretó mucho, y ambos se apresuraron a reunirse con sus compañeros, que les precedían algunos pasos.
Al transitar delante del Louvre, de donde salían señores vestidos con gran lujo, el capitán y sus amigos saludaban o abrazaban a casi todos ellos. Al mismo tiempo iban presentando a Mergy, el cual hizo conocimiento en un instante con infinidad de personajes célebres de la época, averiguando también sus motes -porque entonces cada hombre tenía el suyo-, así como las historias escandalosas que a cada cual le achacaban.
-¿Veis -dijo uno- a ese consejero pálido y amarillo? Es Petrus de finibus; en francés, Pedro Seguier, que, en cuanto emprende, se da tan buena maña, que consigue siempre lo que se ha propuesto. He aquí al capitancete Quemabamos. Thoré de Montmorency; ahora viene el arzobispo de las Botellas[1], que todavía puede tenerse derecho sobre la mula, porque no ha llegado la hora de la comida. Este que veis es un héroe de vuestro partido, el bravo conde de
Antes de un cuarto de hora, Mergy averiguó el nombre de los amantes de casi todas las damas de la corte y el número de los duelos que la belleza de éstas había motivado. Se dio cuenta de que la reputación de una dama era proporcional con los muertos que produjeran sus encantos. Así, madame de Courteval, cuyo amante mató a dos de sus rivales, tenía una mayor consideración social que la pobre condesa de Pomerande, que no había dado ocasión sino a un duelo insignificante, resuelto con una herida leve.
[1] El arzobispo de Suiza.
Saludos caballero, será interesante seguirlo nuevamente en esta nueva cruzada.
ResponderEliminar¿Me permite una apreciación? Si pudiera estaría bien que usara una letra más grande en la escritura, soy dama que usa anteojos para leer y me cuesta un montón... Gracias señor, de antemano.
Saludos cordiales
La novela "La reina Margot" es un novelón en toda regla, llena de acontecimientos históricos, intrigas cortesanas, y, cómo no, duelos y lides a espada. Vamos, los ingredientes necesarios para que se convierta en toda una aventura de capa y espada.
ResponderEliminarSaludos
Pues mira tu que acabo de terminar un libro y no sabía que leer... ahora ya lo sé. Besos mil!!!
ResponderEliminarAkasha, claro que tendré en cuenta ese detalle, para la próxima irá letra mas grande.
ResponderEliminarCarmen, no he podido leer aun esa novela, pero es de Dumas, lo cual es una garantía.
Silvia, ya mismo te envío la novela via mail.
Saludos!!!
Una nueva aventura!! que bien, seguro que nos deleitará nuevamente.
ResponderEliminarmuchas gracias monsieur.
saludos.