domingo, 11 de abril de 2010

RANKING


En todo este tiempo subiendo post muchos han pasado, se han interesado y han dejado sus opiniones. Se me ocurrió hacer un ranking de cuales fueron los post mas comentados y existe un empate en el primer puesto entre el que relataba un fragmento de la novela El Hugonote, de Prospero Merimé, donde dos caballeros, Comingies y Mergy, se baten a causa de la condesa Diana de Turgis. Curiosamente, este es el único duelo posteado que termina trágicamente. El otro post es de los inicios del blog, donde propuse una encuesta.
Esta es la tabla general.

La condesa Diana y el duelo entre su amante Comingies y Mergy 14 comentarios

Encuesta 14 comentarios

Acta del duelo entre el infante don Enrique y el duque de Montpensier 13 comentarios

El golpe de Jarnac 12 comentarios

Los duelos en la Francia del siglo XVII 12 comentarios

Video de la películas "Los Duelistas" de Ridley Scott 10 comentarios

Vandreuil se bate con Rheincy 9 comentarios

Duelo entre mujeres. Parte 3 9 comentarios

La verdadera historia entre los mosqueteros y los guardias del cardenal 9 comentarios

El guante de Mme Du Lacroixe 8 comentarios

Un choque de carrozas como excusa 8 comentarios

Tercer duelo engre Feraud y D'Hubert 8 comentarios

Segundo duelo entre D'Hubert y Feraud 8 comentarios

Duelo de príncipes: Val y Arn luchan por la mano de Ilene 8 comentarios

Un atractivo tal vez romántico 7 comentarios

Duelo entre dos consejales 6 comentarios

Duelo por Lola Montes 6 comentarios

Aramis se descompone 6 comentarios

Los duelos en Francia 6 comentarios

Duelo entre mujeres. Parte 2 6 comentarios

Y hay muchos mas, los invito a volver a ver alguno y modificar estos números.

Saludos.
La condesa Diana y el duelo entre su amante Comingies y Mergy

miércoles, 7 de abril de 2010

Sobre Cine

Por invitación de Mme Minuet participo de este juego, aunque el cine no es mi fuerte:

- Mejor película de todos los tiempos: Jesús de Nazaret

- Mejor película de Acción: Rescatando al soldado Ryan

- Mejor película de aventuras: Indiana Jones

- Mejor película bélica: Los chicos de la guerra.

- Mejor película biográfica: Don Bosco -

Mejor película cómica: Este cuerpo no es mío.

-Mejor película de ciencia ficción: Impacto Profundo.

- Mejor película deportiva: Héroes

- Mejor película dramática: Los Duelistas

- Mejor película de Gángsters: El Padrino

- Mejor película histórica: Los Duelistas

- Mejor película independiente: no se

- Mejor película de juicios: Juicio al honor.

- Mejor película musical: Mouline Rouge

- Mejor película basada en un comic o novela gráfica: no se

- Mejor película basada en una obra de teatro: Romeo y Julieta

- Mejor película romántica: La casa del lago

- Mejor película de terror: El excorcista

- Mejor película de Thriller: Donde estan las rubias???

- Mejor película de Western: El bueno, el malo y el feo

- Mejor película animada: Shrek

Y ahora le paso el juego a cinco amigas. Ellas son

Annariel, del blog Redefiniendo Límites.
Atenea, del blog Ellas en la Historia.
Paula, del blog Attitude at Rome.
Cristina, del blog Sirenita de Galicia
Meli, del blog de Meli.

viernes, 2 de abril de 2010

EL ORIGINAL DUELO ENTRE LOS MOSQUETEROS Y LOS GUARDIAS


Dumas toma este fragmento del libro de Sandras “Memorias de D’Artagnan” y lo reformula, ya que en Los Tres Mosqueteros, D’Artagnan se iba a batir con Athos, Porthos y Aramis y en ese momento llegan los guardias del cardenal, produciéndose un enfrentamiento entre estos y los mosqueteros más D’Artagnan.

Aquí (en el original), la cosa cambia un poco, ya que el duelo entre guardias y mosqueteros ya estaba pactado, pero estos últimos (mas precisamente Porthos) incluye a D’Artagnan entre su grupo, lo que obliga a los guardias a buscar otro duelista para enfrentarlo y quedar cuatro contra cuatro.

Otro dato es que en Sandras, los tres mosqueteros son hermanos, no así en Dumas.

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Tomándole la palabra, creí que iríamos a desenvainar no bien estuviésemos en la calle, cuando me dijo que le siguiera a nueve o diez pasos, sin acercarme; no supe lo que ello significaba, pero pensando que dentro de poco saldría de dudas tuve paciencia. Descendió por la calle de Vaugirard hacia la de Carmes Déchaux, frente al hotel d’Aiguillon donde encontró a un tal Jussac que estaba en el umbral de la puerta, y estuvieron más de un cuarto de hora conversando. Este Jussac es el mismo que posteriormente vimos pertenecer M. de Vendôme y al duque de Maine[1]. Creí al ver los abrazos con que se colmaban que eran los mejores amigos del mundo, y sólo me desengañé cuando Porthos dio vuelta la cabeza para ver si lo había seguido. En lugar de continuar con los cumplidos, observé que ahora Jussac le hablaba acaloradamente y como persona muy descontenta. Porthos le contestó con el mismo tono, y vi que me señalaba.

Al fin Porthos me alcanzó y me dijo que acababa de sostener una discusión en mi obsequio, que debían batirse dentro de una hora, tres contra tres en el Pré-aux-Clercs, al extremo del arrabal de Saint-Germain, y que habiendo resuelto, sin consultarme, incluirme en la partida, acababa de pedir a este hombre que buscara un cuarto compañero para enfrentarme con él, que el otro le había respondido que no sabía donde encontrar uno a esa hora y que tal había sido el motivo de la discusión que sostuvieron. Me enteró por fin que ese hombre se llamaba Jussac, que era el jefe con quien su hermano mayor había tenido la discusión; uno sostenía que los mosqueteros batirían a los guardias del cardenal cada vez que se enfrentasen, y naturalmente el otro había sostenido lo contrario[2].

Le agradecí lo mejor que pude, diciéndole que habiendo partido hacia París para ponerme a las ordenes de M. de Tréville, me causaba un real placer al escogerme entre sus compañeros para sostener una querella en defensa del honor de su compañía; no podía pedir nada mejor para mi estreno, y que trataría de no defraudar la buena opinión que se había formado de mi valor. Conversando de tal suerte, marchábamos hasta la calle de la Université, al cabo de la cual se hallaba el lugar donde debía realizarse nuestro combate.

Encontramos allí a Athos con su hermano Aramis, los que no supieron que pensar cuando me vieron en su compañía. Lo llevaron a un lado para interrogarlo: a su respuesta de que no había encontrado mejor manera para sacarme de encima el compromiso que yo le había suscitado, le replicaron que había hecho muy mal, que yo era todavía un chiquillo y que Jussac sacaría buen provecho de ello, que enfrentaría con algún contrario que pronto me habría liquidado y cayendo después sobre ellos no serían más que tres contra cuatro, lo que sólo podía terminar con una desgracia[3].

Grande habría sido mi enojo si hubiera sabido cuanto decían de mí. Sin embargo, como ya no había nada que hacer, se creyeron obligados a poner al mal tiempo buena cara, y me dirigieron un cumplido muy florido que seguramente no pasaba de las gargantas.

Jussac había tomado por segundos a Biscarat y Cahusac que eran hechuras del cardenal y hermanos entre sí[4]. Ya habían recorrido cinco o seis lugares sin encontrar un cuarto, cuando encontraron a un capitán del regimiento de Navarra, que era uno de los amigos de Biscarat. Se llamaba Bernajoux y era un gentilhombre de condición del condado de Foix[5]. Se consideró honrado de que Biscarat hubiera recurrido a él para tal servicio. Subieron los cuatro en la carroza de Jussac, descendiendo a la entrada del Pré-aux-Clercs, como si hubieran tenido el propósito de pasear. Avanzamos hacia el lado de la isla Maquerelle, a fin de alejarnos más de los presentes. Llegamos así a un pequeño fondo, desde donde no se veía a nadie, y los esperamos a pié firme[6].

No tardaron en alcanzarnos; Bernajoux que tenía un grueso bigote como se usaba entonces, viendo que Jussac, Cahusac y Biscarat elegían a los tres hermanos, mientras que no le dejaban nada más que a mí para divertirse, preguntó si se mofaban de él.

Me sentí herido por esas palabras. Le respondí que las criaturas de mi edad sabían por lo menos tanto como aquellos que los despreciaban, y desenvainé mi espada para unir el efecto a las palabras. Vióse obligado a tirar de la suya. Me dirigió varios golpes bastante vigorosos. Los pude parar con mucha felicidad, y, por debajo del brazo le di una estocada que lo atravesó de lado a lado. Cayó. Fui a él con el propósito de prestarle ayuda, si aún era tiempo, cuando vi que me presentaba la punta de su espada, pensando sin duda, que yo sería bastante ingenuo como para ensartarme solo. De ello deducí (sic) que estaba todavía en condiciones de ser auxiliado. Cristianamente educado, yo sabía que lo más terrible que podía acontecerle sería la pérdida de su alma, por lo cual, desde cierta distancia, le grité que pensara en Dios y que no iba hacia él para arrancar los restos de su vida, sino más bien para salvar lo que de ella le quedara. Me respondió que, ya que hablaba tan juiciosamente, no tenía inconveniente en rendir su espada, y que me rogaba vendar su herida, cortando la parte delantera de su camisa. Arrojó su espada a cuatro pasos, y yo corté su camisa con unas tijeras que saqué de mi bolsillo, haciéndole una compresa.

Ese tiempo que había empleado más bien que perdido, puesto que se trataba de una buena obra, casi cuesta la vida a Athos y tal vez de sus dos hermanos; Jussac le había asestado una estocada en un brazo, y sólo trababa de colocarle la punta de la espada en el vientre, cuando me apercibí del peligro en que estaba. Corrí hacia él; y habiendo gritado a Jussac de volverse ya que no me podía resolver a atacarlo de espaldas, se encontró con que debía sostener otro combate, cuando creía haber terminado el suyo. Athos, liberado del peligro que le amenazaba, no era hombre de quedarse con los brazos cruzados. Entonces Jussac se vio obligado a pedir gracia, él que la quería hacer pedir a los demás; y habiendo rendido su espada a Athos, a quien cedí tal honor que bien podía atribuirme, fuimos él y yo, hacia Porthos y Aramis para ayudarles a conseguir la victoria sobre sus enemigos. Efectivamente, éstos no pudieron resistir, siendo dos contra cuatro. Terminando el combate de esta manera, fuimos todos hacia Bernajoux, que se había recostado sobre el suelo, víctima de un vahído. Como yo fuera más ágil que los demás, corrí a buscar la carroza de Jussac, donde le colocamos. Se le condujo a su alojamiento, y debió guardar cama durante seis semanas antes de curar. Más tarde nos tornamos muy amigos y cuando fui sub-teniente de los mosqueteros, me mandó uno de sus hermanos para que lo alistara en la compañía.

El rey supo de nuestro combate y temimos que nos ocurriera algo a causa de los edictos; pero Tréville le dio a entender que nos habíamos encontrado fortuitamente el Pré-aux-Clercs, sin la menor sospecha de lo que ocurriría; que Athos, Porthos y Aramis no habían podido escuchar impasibles, elogios hacia la compañía de los guardias de Richelieu en perjuicio de la de los mosqueteros y que se habían indignado; que ello había traído un cambio de palabras y que de las palabras se había pasado a los hechos, por lo que se podía considerar esa acción como un encuentro y no como un duelo; que sin duda el cardenal quedaría muy mortificado, él que estimaba a Cahusac y Biscarat como prodigios de valor; que por otra parte, éstos siempre tomaban el partido del cardenal con razón o sin ella, pues hacían más caso del ministro que del amo.

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Espero sea de su agrado y que tenga lindos comentarios.


[1] Conde Claude de Jussac, nacido aproximadamente en 1620. Fue gobernador del duque de Vendôme; luego primer gentilhombre de cámara del duque de Maine. Murió el 8 de julio de 1690 en la batalla de Fleurus, con más de 70 años de edad. Existe sobre su muerte una carta de Mme. de Sévigné del 12 de julio de 1690.

[2] El R. P. Daniel, en su “Historia de la Milicia Francesa”, París, 1719: “La compañía de los mosqueteros era hermosa; tenia también una compañía de guardias, compuesta de muy brava gente. Entre ambas compañías existía una emulación que llegaba a los celos, de manera tal que con demasiada frecuencia estallaban refriegas entre los mosqueteros del rey y los guardias del cardenal, y el cardenal se regocijaba cuando los mosqueteros habían llevado la peor parte. Como los duelos estaban prohibidos, los de los mosqueteros con los guardias del cardenal fácilmente se hacían pasar por encuentros” (citado por Jaugain, op cit, 192).

[3] Se batían, varios contra varios. Cuando uno de los duelistas lograba eliminar a su contrario, por derecho, se juntaba con los de su bando contra los adversarios disminuidos, por lo cual la primera victoria generalmente ponía pronto fin al encuentro general.

[4] Cahusac es bastante oscuro. Su hermano Jacques de Biscarat es más conocido. Bussy-Rabutin pondera su temeridad; Tayllement des Meaux comenta su nombradía. Fue teniente en la caballería ligera del cardenal y más tarde gobernador de Charleville. Uno de sus hijos fue obispo de Lodève y después de Béziers.

[5] Bernajoux o Vernajoul, quien más tarde se hizo muy amigo de d’Artagnan. Dumas conservó los cuatro personajes: Jussac, Cahusac, Biscarat y Bernajoux.

[6] Ese feo nombre de la Ile Maquerelle ha sido reemplazado por el más bello de la Ile du Cygnes. Existían entonces el pequeño Pré-aux-Clercs y el gran Pré-aux-Clrercs, que se extendía mucho al oeste, hasta Grenelle.

sábado, 20 de marzo de 2010

DUELO ENTRE DOS CONCEJALES


Hemos hablado muchas veces sobre si sería bueno volver a esta costumbre del duelo, pero lo ocurrido hace unos días en esta ciudad cercana a La Plata me hace pensar que el duelo tiene su mística visto desde la historia, hoy por hoy, suena muy ridículo.
Esta es la noticia de lo ocurrido.

Ensenada: Duelo armado entre dos concejales

Los protagonistas son el Vicepresidente del Pro local y el Presidente del Concejo Deliberante. El retador propuso el duelo para "defender el honor" de una concejala. El desafiado dijo que "es una ridiculez".

Como si estuviéramos en el viejo Oeste o en la época en que los Caballeros resolvían así sus conflictos, el Vicepresidente del bloque del Pro, Ángel Rodríguez, desafió públicamente a un duelo de armas al Presidente del Concejo Deliberante, Luis Blasetti. El motivo que habría llevado a esta decisión, es la defensa del honor de la Concejal Rosana Fernández, ya que Blasetti había tenido duras palabras para con ella.

En una carta de puño y letra que Rodríguez dio a conocer públicamente, relata los hechos que derivaron en este desafío:decisión: “Tamaña indignación me han causado las declaraciones del presidente del Concejo Deliberante, Luis Blasetti, que haciendo uso y abuso de su cargo injurió ante las cámaras del noticiero local (Multicanal) a la concejala Rosana Fernández”.

La edil se había ausentado en numerosas oportunidades de la cámara legislativa, lo que habría generado este tenso ambiente dentro del Concejo. Sin embargo, Rodríguez destacó que las ausencias de su par obedecían a un embarazo de alto riesgo y que las ausencias habían sido autorizadas por el propio Blasetti.

Rodríguez, en su afán de defender a Fernández, escribió: “Por este acto de cobardía, amparado en el art. 97 y concordante del Código Penal, reto a Luis Blasetti a duelo, siendo mis padrinos los Dres. Pablo Cuomo y Luis Giordano, que arreglarán las armas y condiciones del desafío”.

Cuando Blasetti tomó conocimiento del duelo armado calificó a la situación como "una ridículez". Incrédulo, dijo que "era una cosa de locos", y que consultaría con sus abogados para determinar los pasos a seguir, según le hizo saber al Diario Hoy, de La Plata.

Pero Rodríguez, no queriendo dar marcha atrás en el desafío, dijo que si a Blasetti le dan miedo las armas, otra opción es dirimir las diferencias arriba de un ring.

fuente lanoticia1.com


sábado, 27 de febrero de 2010

EN MADRID



No era la hora más apropiada para ir de paseo. Al fondo de la calle Mayor se intuía un rayo de amanecer a través de la ventana del carruaje que la cruzaba. Las piedras aún no habían entrado en calor y el sonido de los cascos de los caballos rebotaba contra las paredes de las casas.
El caballero que viajaba en su interior, aún a pesar de su aire distinguido, se había abandonado en una postura impropia de su linaje.
D. Alvaro Sarmiento no se había acostado aquella noche; había ido al corral de la Cruz y encontrándose allí con sus trasnochadores compañeros, decidieron ir a cenar al bodegón de Maese Pedro en la calle del Lobo. Buen vino había allí...
Entre brindis y risotadas habían dado buena cuenta de comida y bebida. Habían llegado, ya, al momento de los cánticos cuando hizo su entrada en el local D. Carlos de Montemayor.
La apariencia del hombre, en el umbral del portalón, destacaba por encima de todo lo demás, más por tanto trajerio que portaba, que por su enclenque constitución.
Después de algunos minutos observando el gentío, dándose tiempo para acostumbrarse a la oscuridad y habiendo encontrado a quién buscaba, se dirigió a D. Alvaro Sarmiento.
- En pos de vos andaba toda la noche, señor.
- Bienvenido D. Carlos, días hace que os aguardo! Tiempo habréis tenido de amistar hasta con mi sombra...
- Con vuestra sombra y con el escaso honor que tenéis...! Bravo ejemplo de lo que es vuestra familia... los Sarmiento... advenedizos de poca monta que, sabe Dios por qué medios, han conseguido instalarse en la villa y gozar de ciertos privilegios de los que habéis abusado...
D. Carlos había conseguido que el bullicio y los gritos se convirtiesen en murmullos y las miradas de los allí presentes coincidiesen, todas, en la misma mesa.
D. Alvaro con un simple gesto paralizó la intención de sus compañeros de desenvainar la espada...
- No se molesten señores, déjenme a mi, que los Sarmiento tenemos privilegios también para defendernos de tan honorable caballero. Decíais, señor?
- Decía que vuestra familia y vos no sois dignos de respirar el aire que respiramos los demás y si no me he hecho oir lo suficientemente alto, mandaré escribir un bando.
- Muy pomposo os noto. Juraría que tanta palabrería pretende algo.
- Más fácil me lo servís! Invoco la poca hombría que os queda para que acudáis de madrugada a la Huerta de Juan Fernández para batirnos en duelo. Tiempo os doy para que disfrutéis por última vez del aire que respiráis!
Sin dar opción a nada más, D. Carlos, dio media vuelta encaminándose hacia la salida.
Cuando había traspasado la puerta, se oyó desde el interior:
- Los Sarmiento seremos advenedizos, pero gente culta y el tener por afición leer no nos ha dejado tiempo para aprender a manejar la espada. Moriré D. Carlos, pero vos también y en el Infierno os espero para saldar cuentas!
Dicho esto, D. Alvaro sacó unas monedas y las dejo caer encima de un barril.
- Maese Pedro... una ronda para todos los presentes y les ruego brinden por D. Carlos de Montemayor su hermosa esposa y demás!
Sin dar tiempo a réplica abandonó la bodega, subió al carruaje que le esperaba a la puerta y ordenó al criado que lo pasease por la ciudad hasta el amanecer.
D. Alvaro Sarmiento se incorporó en el asiento de terciopelo y se asomó a una de las ventanillas. Su mirada era de despedida; calle del Sacramento, del Codo, del Príncipe... Estaba seguro de que no volvería a pasar por allí. Si sentía algo de nostalgia era porque intuía un futuro brillante para aquel puñado de casas que era Madrid y él se lo perdería.
También se perdería poder despedirse de la esposa de Carlos de Montemayor, aunque se llevaba con él agradables recuerdos de las noches en las que había sustituido al ocupado marido absorto en sus deberes reales.
Porque esa era la verdadera razón de que le hubiese retado. No había tenido la valentía de proclamarlo en alto pero, en una noche de prisas, había olvidado su anillo, con sus iniciales, en la alcoba de la dama y a la que había despertado su esposo con un fuerte manotazo del revés dejándole marcada en la cara las letras y escudo de la prueba del deshonor.
La Sra. de Montemayor había conseguido enviarle una misiva por un criado avisándole de tal circunstancia para que pusiese tierra de por medio, pero él había decidido no ir a ninguna parte, demasiados vicios tenía para olvidarlos.
Suponiendo, y con buen criterio, que el marido ofendido le retaría, (como así fue), a un duelo de espada, comenzó a tramar su venganza. Todo estaba sucediendo según lo previsto.
Entre cavilaciones, pero sin dudar, vio como se acercaban al paraje. Aún no había llegado nadie.
Bajó del carruaje y respiró hondo. La madrugada era fría. De su boca salió un halo de humo y ordenó al criado que regresara.
- Cuando den doce campanadas en la iglesia de San Nicolás pasa por aquí. Te ruego discreción, ahora y cuando vuelvas. ¡Confío en ti!
Lo dijo con tal autoridad que el criado no oso rechistar.
Al cabo de un tiempo llegó otro carruaje del que se bajó D. Carlos de Montemayor. Viendo que su oponente estaba solo, hizo lo propio con su carruaje y éste abandono el lugar.
Los dos caballeros se iban aproximando. Cuando estaban a cinco pasos, sin mediar palabra, D. Carlos metió mano a la espada y él le imito.
El sonido de las espadas era desigual como lo eran las caras de los dos rivales; en la de D. Carlos se reflejaba la ira y los deseos de venganza, en la de D. Alvaro, ausencia...
Como estaba previsto, de una estocada certera y casi provocada, D. Alvaro cayó al suelo malherido. Con medio rostro tocando tierra y encogido por el dolor tan agudo que sentía en el pecho, veía la silueta de su verdugo dibujada en el cielo y dándose cuenta de las escasas fuerzas que le restaban dijo:
- Moriréis como un rey, jajajajaja...
- No es mala muerte para mi, pero vos, vais a morir ahora como un villano que es lo que merecéis.
Y desapareció entre la maleza.
D. Alvaro Sarmiento sin ánimo para responder y esperando el momento de perder la consciencia recordó cómo, dándose una vuelta por el mentidero del Alcázar, se había enterado de que Carlos de Montemayor, tenía una amante en palacio de la que estaba encaprichado (esos eran sus deberes reales hasta altas horas). Cómo había, él, recorrido todas las casas de mancebía, desde la afamada La Solera hasta las de mala muerte, las de la Plaza del Alamillo o las de la calle Primavera y estar seguro de haber contraído aquella enfermedad contagiosa sin cura (sífilis decían que se llamaba). Y cómo, si sus cálculos no fallaban, se la había dejado en prenda a la citada amante palaciega como correo de excepción para D. Carlos y así pudiese acudir, dentro de un tiempo, no demasiado lejano, a su cita en el Infierno.

domingo, 31 de enero de 2010

LA CELEBRACIÓN DEL DUELO. EL DUELO COMO RITUAL: PROCEDIMIENTO y ETIQUETA


Como pundonor de la filosofía de una clase dominante, el duelo se convino en un ritual; componía el credo conés de «toujours la politesse»; los caballeros duelistas debían estar dispuestos a luchar, pero con decoro y dignidad; tener en cuenta la opinión pública, además de los buenos modales. Los preliminares del duelo, su desarrollo y conclusión debían forzosamente revestir la apariencia de «honorabilidad».

Cabriñana señala que el duelo no podía coexistir con ninguna circunstancia legal el que acude a los tribunales con una denuncia sobre una ofensa, ya no puede pedir reparación por las armas.

Por lo general, cuando un caballero se sentía ofendido por las acciones o palabras de otro, disponía de un breve plazo de tiempo para encontrar y enviar a sus padrinos al ofensor. Los códigos de honor eran muy minuciosos al abordar el importante papel de los Padrinos como conciliadores, y sobre las facultades de que gozaban para exigir y conceder explicaciones, excusas o reparación por las armas. Acabó siendo una frase hecha el decir que un hombre «se ponía en manos de su padrino» o «confiaba su honor a su padrino», pues confiaba ciegamente en las decisiones de sus representantes. El ofensor disponía de un breve lapso de tiempo para encontrar padrinos que le representaran. Desde el momento en que los padrinos aceptaban su cometido, los adversarios no podían comunicarse entre sí más que por conducto de los mismos, y debían abstenerse de toda nueva provocación. Los padrinos habían de buscar inicialmente una solución pacífica, solicitando al ofensor que proporcionara excusas y explicaciones, que se retractara de su ofensa mediante un reconocimiento público que reparara el honor dañado.

Si no se lograba una respuesta satisfactoria que salvara el honor, tanto del ofensor como del ofendido, y llegados al terreno del desafío, los padrinos se daban un plazo de pocas horas para regular y ultimar los términos del lance. Era preciso levantar Acta del encuentro, en la que debían consignarse: la obra elegida como código de honor para regular las condiciones; un resumen de las circunstancias por las que se acudía al terreno de las armas; designación de ofensor y ofendido; día, hora y sitio señalados para el lance; director del combate; elección del terreno, distancias, sorteo de puestos; elección o sorteo de las pistolas, carga y precauciones a adoptar para no alterar las condiciones de fuerza y precisión de las armas; traje, reconocimiento y posición en guardia de los oponentes; tipo de duelo, lapso de tiempo concedido para hacer fuego, número de disparos, duración de los asaltos y término del combate; médicos y facultades que se les conceden para suspender o terminar el lance según la gravedad de las heridas; disposiciones a adoptar en caso de graves accidentes.

Día, hora y lugar debían guardarse en secreto; como encuentro privado y por su ilegalidad, era necesario evitar la interferencia de las autoridades policiales. Hacerse esperar en el terreno era considerado corno descortesía hacia los padrinos y el adversario; pasado el cuarto de hora desde el instante señalado para el lance, podían retirase los que esperaban y levantar acta del suceso para rehusar un nuevo encuentro y dejar constancia de la indelicadeza o de la cobardía del no compareciente.

Una vez decididos, los combates se llevaban a cabo enseguida; el honor mancillado exigía una pronta limpieza; si la espera se prolongaba, podía haber indicios de que una o ambas partes dudaban. Por su carácter de privacidad e ilegalidad, los duelos solían realizarse al amanecer, sin el peligro de testigos accidentales; se buscaban los lugares recónditos, que se convertían en terrenos frecuentados para los lances.

Cabriñana indica que los duelos a pistola habían de concertarse a la voz de mando o a la señal. También se admitían, aunque fueran infrecuentes por la excesiva gravedad de las cláusulas, los duelos apuntando; a pie firme, con disparos sucesivos; a pie firme disparando a voluntad; marchando, y con marcha interrumpida. Se sorteaba quién debía disparar primero, y el tiempo que debía mediar entre la señal y el disparo; una variante consistía en que los combatientes se pusieran espalda contra espalda, se apartaran el uno del otro caminando, y a una señal se dieran la vuelta y dispararan, en cuyo caso no era probable que pudieran apuntar con tranquilidad y firmeza.

Las distancias legales aceptadas por la mayoría de los autores eran: para los duelos a la señal, de 20 a 28 metros; para los duelos a pie firme con disparos sucesivos, de 12 a 28 metros, y para los duelos marchando, de 28 a 32 metros.

La elección de pistolas debía hacerse de común acuerdo y debían ser revisadas por los padrinos. Por lo general, no debían pertenecer a ninguno de los duelistas, muchas eran compradas para la ocasión, a fin de evitar ventajas en la destreza inherente a manejar un arma conocida. Las pistolas podían ser de cañón liso o rayado, a cargar por la boca o la recámara, y habían de ser cargadas con la misma clase de munición. Se consideraban más humanitarias las de cañón liso; las de ánima rayada acentuaban la fuerza y precisión del disparo. Una vez elegidas, se precintaba la caja hasta la celebración del encuentro. Se consignaba el número de disparos realizar, computándose también los que hicieran al aire, tenidos por peligrosos, pues podían hacer blanco en alguno de los padrinos o en algún postillón de los carruajes utilizados. Como los tiradores eran a menudo inexpertos o estaban sometidos a una enorme tensión, podían errar el tiro fácilmente. Si se buscaba obtener satisfacción, y no venganza, fallar no era tan importante, pero había de existir un elemento de riesgo para que el duelo fuera tomado en serio; disparar al aire podía ser un gesto generoso, pero podía interpretarse como la admisión de una equivocación.

La duración del duelo era decisión de los padrinos, que podían ser contrarios a que continuara tras el primer disparo; en los últimos tiempos un padrino podía «retirar a su hombre del terreno» cuando brotara la sangre.

El traje usual para los duelos a pistola era la levita oscura o negra, sin forros especiales ni algodonados que entorpecieran el paso de los proyectiles. Antes del duelo, los padrinos examinaban la vestimenta de los duelistas. En el momento de colocarse en sus puestos, se aconsejaba a los adversarios que se levantaran el cuello del sobretodo para ocultar el blanco de la camisa, excelente punto de mira para dirigir el disparo. Los combatientes estaban autorizados a permanecer cubiertos durante el combate.

Colocados los duelistas en sus puestos, el juez de campo, dirigiéndose a ellos, podía pronunciar palabras similares a éstas: Señores: ustedes conocen perfectamente las condiciones pactadas a las que han dado su aprobación, y espero que no han de faltar a ellas.

Les entregaré las pistolas y, en cuanto yo se lo ordene, se colocarán en la guardia convenida. Preguntaré por la palabra ¿Listos? Si están ustedes dispuestos y, una vez que ambos me hayan contestado afirmativamente diciéndome ¡Ya!, daré tres palmadas acompañadas de las palabras, Una, Dos, ¡Fuego! No varíen ustedes las pistolas de su posición hasta que se dé la primera palmada y disparen simultáneamente en cuanto oigan la voz de ¡Fuego!

Si uno de los adversarios disparaba antes de lo convenido era considerado un hombre sin fe, y si mataba, se le juzgaba un asesino, descalificándosele para volver a intervenir como adversario o padrino en ningún lance de honor. Si ninguno de los combatientes resultaba herido, el duelo podía continuar, volviendo a cargar las armas, o bien se daba por terminado, según el número de disparos acordados.

Los duelos a pistola podían llegar a concertarse en condiciones sumamente graves. Por ejemplo, el cambio de cuatro balas a quince pasos de distancia disponiendo de un minuto para apuntar era tremendamente arriesgado. Los adversarios debían hacer gala de buen temple o autocontrol para conservar una apariencia tranquila antes del combate, especialmente en las frías horas del amanecer; con las pistolas, los hombres sufrían la tensión nerviosa de estar separados y a solas. El combatiente no sólo tenía que arriesgar su vida, debía hacerlo con serenidad, con aire de ser tan indiferente al peligro como un oficial en la batalla; esta impasibilidad formaba parte de la puesta en escena, de los modales de la clase superior; la «indiferencia» era el sello de la buena educación.

Los duelos no solían realizarse sin la cercanía de algún médico; eran frecuentes las heridas graves, roturas de vasos, venas o arterias, con pérdida de sangre, que podían ocasionar fatales consecuencias. Podía convenirse que los médicos no fueran espectadores, para evitar que se vieran involucrados en cuestiones legales posteriores. Los padrinos no podían solicitar la presencia de un sacerdote, dado que todas las iglesias condenaban el duelo con firmeza.

Al término del combate, adversarios y padrinos debían despedirse con un ademán de cortesía. Del lance se redactaba un acta que reflejara con exactitud todo lo sucedido. Se consideraba reprochable el mantener viva una enemistad. Un hombre que hubiera dado satisfacción no debía responder de su error una vez más, del mismo modo que no podía ser llevado a juicio de nuevo con los mismos cargos. El combate y el riesgo compartido podían producir una especie de catarsis de celos o enemistades. Se conocieron gestos de perdón a las puertas de la muerte, tras ser abatido algún contendiente por una bala. Si el hombre que tenía la razón de su parte resultaba muerto o herido, había hecho un sacrificio por la virtud; si el que caía era el ofensor, había expiado su falta. El sello definitivo de la elegancia era el derecho de los caballeros de matarse unos a otros.

domingo, 17 de enero de 2010

LA NORMATIVA SOBRE EL DUELO: LOS CODIGOS DE HONOR


El auge de los desafíos estimuló el desarrollo de la literatura sobre el duelo. En Europa se multiplicaron los Códigos de honor que pretendían guiar y reglamentar todos los aspectos concernientes a los duelos. Curiosamente, todos ellos se encontraban en la más absoluta «alegalidad»: regularizaban el ejercicio de actos perseguidos y castigados por la ley, y sin embargo, contradictoriamente, adoptaban en su redacción el uso de un articulado propio de los textos legales, sus normas se enumeran siguiendo un orden correlativo de artículos. Paradójicamente, se publicaban en ediciones que veían la luz tras ser elaboradas por las imprentas más afamadas, y no de forma clandestina.

Los estudiosos han señalado que la codificación del duelo es paralela al desarrollo de las leyes destinadas a dirigir las relaciones internacionales. Un duelo era una guerra en miniatura, una prueba de valor concentrado en unos intensos minutos de la vida de dos individuos, a veces sus últimos momentos. En sus diversas épocas, los códigos regularon las formalidades exigidas en los combates entre personas de honor; se han señalado algunos precedentes, tales como el Doctrinal de Caballeros, impreso en Burgos por el maestro Fadrique Alemán en 1483, o el Resumen de la verdadera destreza de las armas, Madrid, 1655. En el siglo que nos ocupa, entre los códigos europeos más destacados y recomendados en España, citamos las obras de Croaban, La Science du Point d'Honneur, y el importante Ensayo sobre el duelo del Conde de Chateauvillard, aparecido en 1836 y traducido al español; esta obra actualizó normas, reglamentos y protocolos e inspiró los códigos redactados en Alemania, Italia, Austria... así como los escritos españoles sobre el duelo, entre ellos los de Iñíguez, Ofensas y Desafíos, y el más afamado en nuestra Península, el titulado Lances entre caballeros, cuyo autor, don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, marqués de Cabriñana del Monte, era considerado la máxima autoridad a la que acudir para decidir cualquier aspecto a la hora de concertar un desafío. Esta obra se convirtió en la Biblia de los lances de honor, un catecismo de caballerosidad que guió la celebración de numerosos duelos.

Dichos códigos clasificaban el tipo de ofensas que podían originar un duelo. Cabriñana define la Ofensa como toda acción u omisión que denote descortesía, burla o menosprecio hacia una persona o colectividad honrada... si se realiza con intención de perjudicar la buena opinión y fama del que se sienta ofendido. Las ofensas podían ser leves, graves y gravísimas. Leves eran las que afectan al amor propio, a la delicadeza o a la susceptibilidad del agraviado; graves o injuriosas las que atacaban al crédito, al honor de las personas honradas, y gravísimas las que se inferían llegando a «vías de hecho» contra el ultrajado; por éstas se entendía todo movimiento, todo contacto material de un cuerpo contra un individuo...una bofetada, un bastonazo, el lanzamiento de una botella o de un guante y el agarrar a un caballero por las solapas constituyen ofensas gravísimas. El que toca, pega, aunque la gravedad de la ofensa no sea proporcionada a la fuerza del golpe.

Es normal que los códigos enumeren los Privilegios del ofendido; quien recibe una ofensa grave tiene derecho a la elección de las armas y clase de duelo. En las ofensas dirigidas a una colectividad, uno de los afectados asumirá la defensa del grupo.

También se delimita quién puede batirse en duelo. El carácter personalísimo de las ofensas exige el enfrentamiento del propio ofendido; no obstante, un hijo puede sustituir a su padre sexagenario o enfermo, y un nieto a su abuelo, si éste no tiene hijo para representarle. El padre puede ocupar el puesto del hijo menor de 20 años, y el hermano el de un hermano de avanzada edad. Si el duelo implica la defensa de una mujer, el padre puede ser el adalid de la hija ofendida o insultada, el hijo convenirse en paladín de la madre, el hermano de la hermana y el marido de la mujer.

La minuciosa casuística llega a contemplar Excepciones por enfermedad o incapacidad física: los miopes deberán o no batirse según la cantidad de vista que conserven a juicio de un oculista. Los tuertos están en perfectas condiciones de batirse a sable, espada o pistola a la voz de mando y a la señal. Los sordos no pueden batirse a pistola a la voz de mando, que debe sustituirse por palmadas o señales visuales o, si su sordera es total, por toques de un instrumento musical grave o por detonaciones de armas de fuego producidas en la cercanía del sordo. Los cojos no pueden ni deben batirse con arma blanca, si bien los mancos del brazo izquierdo pueden batirse a espada o sable. La obesidad, la joroba y otras deformidades que no impidan por completo el manejo de las armas no pueden ser, para los ofensores, causa de excepción para batirse.

Muy distintas son las «Excepciones por indignidad», reveladoras de la mentalidad de la época. Son calificados de «indignos», y por tanto, descalificados para batirse: el que es público y notorio que se ha entregado a vicios sodomíticos, el que vende su propia honra, la de su esposa o su hija, el que ha sufrido condena por motivos deshonrosos, como falsificación, cohecho, prevaricación, el traidor a la patria, el asesino, perjuro, espía, fullero, el que es arrojado de un círculo de sociedad por motivos vergonzosos, el matón o baratero de oficio; el que vive a costa de la prostitución, del juego o de la usura y, en general, el que prescinde de las leyes del honor aunque se halle admitido en la buena sociedad y, por las apariencias externas, pudiera pasar por un caballero; los padrinos habrán de disipar las dudas sobre la dignidad del antagonista.