domingo, 17 de enero de 2010

LA NORMATIVA SOBRE EL DUELO: LOS CODIGOS DE HONOR


El auge de los desafíos estimuló el desarrollo de la literatura sobre el duelo. En Europa se multiplicaron los Códigos de honor que pretendían guiar y reglamentar todos los aspectos concernientes a los duelos. Curiosamente, todos ellos se encontraban en la más absoluta «alegalidad»: regularizaban el ejercicio de actos perseguidos y castigados por la ley, y sin embargo, contradictoriamente, adoptaban en su redacción el uso de un articulado propio de los textos legales, sus normas se enumeran siguiendo un orden correlativo de artículos. Paradójicamente, se publicaban en ediciones que veían la luz tras ser elaboradas por las imprentas más afamadas, y no de forma clandestina.

Los estudiosos han señalado que la codificación del duelo es paralela al desarrollo de las leyes destinadas a dirigir las relaciones internacionales. Un duelo era una guerra en miniatura, una prueba de valor concentrado en unos intensos minutos de la vida de dos individuos, a veces sus últimos momentos. En sus diversas épocas, los códigos regularon las formalidades exigidas en los combates entre personas de honor; se han señalado algunos precedentes, tales como el Doctrinal de Caballeros, impreso en Burgos por el maestro Fadrique Alemán en 1483, o el Resumen de la verdadera destreza de las armas, Madrid, 1655. En el siglo que nos ocupa, entre los códigos europeos más destacados y recomendados en España, citamos las obras de Croaban, La Science du Point d'Honneur, y el importante Ensayo sobre el duelo del Conde de Chateauvillard, aparecido en 1836 y traducido al español; esta obra actualizó normas, reglamentos y protocolos e inspiró los códigos redactados en Alemania, Italia, Austria... así como los escritos españoles sobre el duelo, entre ellos los de Iñíguez, Ofensas y Desafíos, y el más afamado en nuestra Península, el titulado Lances entre caballeros, cuyo autor, don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, marqués de Cabriñana del Monte, era considerado la máxima autoridad a la que acudir para decidir cualquier aspecto a la hora de concertar un desafío. Esta obra se convirtió en la Biblia de los lances de honor, un catecismo de caballerosidad que guió la celebración de numerosos duelos.

Dichos códigos clasificaban el tipo de ofensas que podían originar un duelo. Cabriñana define la Ofensa como toda acción u omisión que denote descortesía, burla o menosprecio hacia una persona o colectividad honrada... si se realiza con intención de perjudicar la buena opinión y fama del que se sienta ofendido. Las ofensas podían ser leves, graves y gravísimas. Leves eran las que afectan al amor propio, a la delicadeza o a la susceptibilidad del agraviado; graves o injuriosas las que atacaban al crédito, al honor de las personas honradas, y gravísimas las que se inferían llegando a «vías de hecho» contra el ultrajado; por éstas se entendía todo movimiento, todo contacto material de un cuerpo contra un individuo...una bofetada, un bastonazo, el lanzamiento de una botella o de un guante y el agarrar a un caballero por las solapas constituyen ofensas gravísimas. El que toca, pega, aunque la gravedad de la ofensa no sea proporcionada a la fuerza del golpe.

Es normal que los códigos enumeren los Privilegios del ofendido; quien recibe una ofensa grave tiene derecho a la elección de las armas y clase de duelo. En las ofensas dirigidas a una colectividad, uno de los afectados asumirá la defensa del grupo.

También se delimita quién puede batirse en duelo. El carácter personalísimo de las ofensas exige el enfrentamiento del propio ofendido; no obstante, un hijo puede sustituir a su padre sexagenario o enfermo, y un nieto a su abuelo, si éste no tiene hijo para representarle. El padre puede ocupar el puesto del hijo menor de 20 años, y el hermano el de un hermano de avanzada edad. Si el duelo implica la defensa de una mujer, el padre puede ser el adalid de la hija ofendida o insultada, el hijo convenirse en paladín de la madre, el hermano de la hermana y el marido de la mujer.

La minuciosa casuística llega a contemplar Excepciones por enfermedad o incapacidad física: los miopes deberán o no batirse según la cantidad de vista que conserven a juicio de un oculista. Los tuertos están en perfectas condiciones de batirse a sable, espada o pistola a la voz de mando y a la señal. Los sordos no pueden batirse a pistola a la voz de mando, que debe sustituirse por palmadas o señales visuales o, si su sordera es total, por toques de un instrumento musical grave o por detonaciones de armas de fuego producidas en la cercanía del sordo. Los cojos no pueden ni deben batirse con arma blanca, si bien los mancos del brazo izquierdo pueden batirse a espada o sable. La obesidad, la joroba y otras deformidades que no impidan por completo el manejo de las armas no pueden ser, para los ofensores, causa de excepción para batirse.

Muy distintas son las «Excepciones por indignidad», reveladoras de la mentalidad de la época. Son calificados de «indignos», y por tanto, descalificados para batirse: el que es público y notorio que se ha entregado a vicios sodomíticos, el que vende su propia honra, la de su esposa o su hija, el que ha sufrido condena por motivos deshonrosos, como falsificación, cohecho, prevaricación, el traidor a la patria, el asesino, perjuro, espía, fullero, el que es arrojado de un círculo de sociedad por motivos vergonzosos, el matón o baratero de oficio; el que vive a costa de la prostitución, del juego o de la usura y, en general, el que prescinde de las leyes del honor aunque se halle admitido en la buena sociedad y, por las apariencias externas, pudiera pasar por un caballero; los padrinos habrán de disipar las dudas sobre la dignidad del antagonista.

martes, 22 de diciembre de 2009

EL DUELO COMO REPARACIÓN DEL HONOR


Les presento aquí unos fragmentos de un artículo de Inmaculada Barriuso, del Museo Arqueológico, con fecha de Noviembre de 2004

El honor:..esa enigmática mezcla de conciencia y egoísmo...compatible con mucho egocentrismo y grandes vicios y ...asombrosas ilusiones...se ha convertido, en un sentido mucho más amplio de lo que normalmente se cree, en una prueba decisiva de conducta en la mente de los europeos cultivados de nuestra propia época»

Burckhardt, La civilización del Renacimiento, 1860

El concepto del duelo moderno cobra forma en la Europa de los siglos XVI y XVII. Al parecer, fue formulado y elaborado por primera vez en Italia, y rápidamente adoptado en Francia, cuyos soldados habían librado tantas campañas en suelo italiano; más tarde se extendería por toda Europa. Su nombre, duello, procede del término latino duellum -guerra- empleado en época medieval para los juicios por combate; en la Edad Moderna pasaría a designar el enfrentamiento entre dos hombres.

En su acepción hoy más conocida, el duelo se revistió de un carácter íntimamente ligado al concepto de honor. El Conde Enrique Coudenhoue, en su obra Le Minotauro de l'honneur (El Minotauro del Honor) lo definía como el combate con armas homicidas entre dos personas, celebrado delante de testigos para ofrecer o recibir una satisfacción de una injuria hecha al honor; otros autores precisaban su carácter de combate emprendido entre dos o más personas con autoridad privada y precedido de reto o desafío.

La práctica del duelo estuvo ligada a los estamentos sociales privilegiados. Condenado por las autoridades civiles y eclesiásticas, al margen de la ley, el duelo era admitido entre aristócratas, militares, políticos, periodistas..., como un medio para solventar cuestiones de honor privadas o colectivas, que las leyes, en su opinión, no podían resolver. En su concepción del mundo y de la existencia, el honor, la honra, el pundonor y la propia estima eran valores que se situaban por encima de las leyes humanas y divinas. Kieman ha señalado que si la aristocracia quería sobrevivir y conservar unos privilegios cada vez menos justificables, debía distinguirse por una conducta apropiada, que el hombre común reconociera como prueba de superioridad. El caballero pertenecía a un orden social superior que en cuestiones de honor redactaba sus propias normas.

En el siglo XIX el duelo se convirtió en un acto recurrente con el que responder a las ofensas contra el honor, tales como la insidia -palabras o acciones malintencionadas-, la calumnia, la injuria, el libelo -escrito en que se difamaba o denigraba a alguien-, o la broma mal interpretada. Llegó a ser preceptivo que quien recibiera una ofensa de tal calibre, exigiera satisfacción a la misma, y retara al ofensor en duelo, única salida honorable en estas situaciones. Enfrentarse a un lance, correr el riesgo de perder la vida por salvaguardar el honor, y afrontarlo con dignidad suponía acreditarse ante la opinión pública como persona sin miedo y sin tacha. Los escrúpulos morales, la ética, los principios religiosos no eran excusa suficiente para rehusar un desafío. El duelo era en realidad una forma extrema de coacción social sobre el individuo: rechazar un desafío equivalía a enfrentarse al estigma de la «deshonra» social.

Europa conoce en el siglo XIX el arrollador influjo del Romanticismo, con su rechazo a la moral de la época y su exaltación de la individualidad, de las pasiones exacerbadas; esta corriente emocional valorará los gestos sublimes ante la muerte; morir por la defensa de una pasión, o de una cuestión de honor era un gesto que debía revestirse de suprema dignidad. En España, conmovida en este siglo por revoluciones, guerras civiles y pronunciamientos, la muerte se hizo un suceso cotidiano. En una centuria tan convulsa y caído en descrédito el valor de la vida humana, el duelo pasó a ser el último arbitraje para cuestiones en las que el honor estuviera en entredicho. A partir de la tercera década del siglo, los lances de honor conocerán su «edad de oro».

lunes, 9 de noviembre de 2009

DUELO POR LOLA MONTES


Gracias a Diana de Méridos podemos contar con este relato magnífico y en este caso, de un hecho real.


La famosa aventurera Lola Montes había recibido severas críticas como bailarina en París. Más de una pluma se puso en su contra, entre ellas la de Teófilo Gautier. Este era crítico de uno de los principales periódicos de París, La Presse. Lola llega entonces a la conclusión de que necesita procurarse la amistad de un periodista. En las tertulias de los Hermanos Provenzales se hace la encontradiza con Dujarier, que es el jefe de la sección literaria de La Presse, y, por tanto, el jefe de Gautier. Pronto se hacen amantes y participarán en una tertulia literaria famosa en París, llamada la Tertulia de los treinta y cinco porque era norma que ninguno de sus miembros superase dicha edad.

Formaba parte también de ella un personaje, Jean de Beauvallon, que se encargaba de la crítica teatral de El Globo, otro periódico parisino. De Beauvallon era un pendenciero con la lengua muy suelta. Una noche hizo un comentario sobre Lola en términos tan soeces que Dujarier se levantó y le abofeteó. El duelo estaba servido: al día siguiente, a su llegada a la redacción, Dujarier se encuentra con dos visitantes, el vizconde de Ecquevillez y el conde de Fleurs. Eran los padrinos del ofendido, y venían a pactar las condiciones del duelo.

Dujarier designó a sus amigos Arturo Bertrand y Jean de Boigne como padrinos. Lola y sus allegados trataron de hacerle desistir, pero por mucho que le rogaron hubo de seguir adelante, pues su rival no aceptó sus disculpas.


El duelo, a pistola, se celebró a las once de la mañana de un frío 11 de marzo en el Bois de Boulogne, que aparecía nevado. Dujarier no tenía la experiencia de su rival, considerado el mejor tirador de Francia. Disparó primero, y falló. Luego le llegó el turno a De Beauvallon, quien, con mucha mejor puntería, le alcanzó en el rostro, justo encima de la nariz, causándole la muerte.

Según se pudo probar en el juicio que acabó celebrándose, De Beauvallon había pasado un par de horas antes del duelo probando su pistola, algo que estaba radicalmente prohibido por las reglas. Debido a ello, fue condenado por asesinato y enviado ocho años a prisión.

lunes, 26 de octubre de 2009

DUELO EN MONTMARTRE

Fue la cuarta una semana de duelos: Antoine de Hautemort e Ignace-Guillaume de la Rue tenían una cuenta de honor pendiente de resolver, y así lo hicieron en un lugar apartado del cementerio de Montmartre. A la voz ritual de "En garde!" que dieron los padrinos, ambos contendientes se batieron durante un breve tiempo; a poco, la sangre empezó a manchar las blusas de ambos; el combate fue igualado, pero la pérdida de sangre afectó en mayor medida a Ignace-Guillaume de la Rue quien cayó inconsciente. Antoine de Hautemort dio inmediatamente por saldado el asunto e incluso ayudó a trasladar al desmayado Ignace-Guillaume de la Rue a recibir los cuidados de un físico.
Pero había más animación en Montmartre ese día: en el otro extremo del cementerio, sentado bajo un árbol, Villiers Daugé de Chevreuse esperaba a sus rivales. El primero en presentarse fue Cristophe Cassave, quien llegó acompañado de uno de los padrinos (Martin du Heyn) además de Charles de Condillac y Joseph de Le Bestier. Esperaron durante un cuarto de hora al otro padrino y, en vista de que no llegaba, se decidió empezar con el duelo oficiando el Coronel de segundo padrino. Monsieur Cassave opuso algún reparo puesto que, según habían decidido la semana anterior mediante su amistoso desafío en la Semana de Esgrima, el que consiguiese más puntos de los dos sería el primero en enfrentarse con Villiers Daugé de Chevreuse, pero al ver que el sol ya asomaba casi totalmente por el horizonte decidió aceptar ser el primero en batirse.
El duelo acabó con un golpe de Villiers, que vio que su oponente se acercaba para entrar en segunda y respondió con un tajo certero que dejó a Cassave con una herida que le impidió continuar.
Mientras luchaban hizo acto de presencia Jean-Luc d'Armand, a toda prisa y musitando una increíble serie de excusas que iban desde un carro que rompió una rueda en la calle por la que él estaba yendo en ese momento, pasando por una mujer cargada de niños que se arrojó (con niños y todo) sobre el caballero gritando "¡Por fin te he encontrado! ¡Nuestros hijos tienen hambre! ¡Vuelve a nuestro hogar!" y cosas así hasta que la dama admitió que se había confundido de caballero, y llegando a la constante irrupción, durante todo el camino, de un lunático que insistía en explicarle al pobre Jean-Luc la forma de construir una máquina para navegar por debajo del mar. Al acabar el primer duelo, Villiers aceptó las excusas con una mueca y un "bah, sumaremos el asuntillo del retraso a la deuda de honor que tenemos pendiente" y el duelo comenzó. No duró mucho, sin embargo, porque una enérgica patada del ágil Villiers tuvo un efecto inesperado hasta para quien la había dado: Jean-Luc d'Armand trastabilló hacia atrás y cayó al suelo, golpeándose la cabeza y quedando inconsciente. Sus padrinos lo retiraron rápidamente y lo llevaron a que fuese debidamente atendido.
Más trágico fue el final del duelo del mismo Villiers con Charles de Condillac. Éste manifestó antes de empezar que el duelo sería a muerte y que no pensaba rendirse ni aceptar rendición, a lo que Villiers, embutido en su negro traje, no respondió, sumido aparentemente en su propia y sombría concentración. Cuando los padrinos dieron la voz de "En Garde!", el ágil Villiers, sin dar apenas muestra de fatiga por los dos duelos que acababa de sostener y vencer, empezó con un asalto a tajo que fue respondido por otro tajo de su contrario. Después de un intercambio de tajos, el maltrecho Condillac, que resistía bravamente a pesar de las heridas sufridas, tuvo la desgracia de cruzarse en un ataque a corta distancia que le supuso encontrarse con un palmo de acero en el abdomen. Cayó muerto Charles de Condillac y Villiers Daugé de Chevreuse, pálido tanto por la pérdida de sangre como por haber matado inesperadamente a su enemigo, tuvo que ser recogido por los dos saltimbanquis que le hacían de padrinos, y apoyado en ellos emprendió el camino de los primeros auxilios. La imagen de los tres hombres alejándose se recortó colina abajo en la mañana, y quedó grabada en la memoria de todos los que asistieron al duelo, más incluso que la del rostro horrorizado de Condillac al ver a la muerte de frente.

jueves, 24 de septiembre de 2009

ARAMIS SE DESCOMPONE (anécdota graciosa)

En el libro de Sandras, que utilizó Dumas en su inspiración para escribir Los Tres Mosqueteros, aparece este gracioso duelo, en el que D'Artagnan llevó a Aramis como padrino.


La reina me recibió magníficamente. Me preguntó si había visto al rey, su esposo y a los príncipes, sus hijos; luego me interrogó sobre lo que pensaba de ese país. Aunque estuviesen con ella dos o tres hidalgos ingleses y cinco o seis inglesas, cuya belleza merecía más consideración de mi parte, contesté sin la menor vacilación, que Inglaterra me parecía el más hermoso país del mundo, pero abitado por gente tan malvada, que siempre preferiría cualquier otra morada, aunque fuera entre los osos; que en efecto, debía ser un pueblo de gente más feroz que esos animales, para atreverse a hacer la guerra a su rey y pedirle que alejase a una princesa tan llena de encantos, que sólo podría hacer sus delicias.

No sé si mi discurso fue de su agrado, pero con seguridad no lo fue de uno de los ingleses que estaba presente. Éste se llamaba Cox, y al día siguiente me envió a otro inglés, con la misión de decirme que tenía deseos de verme espada en mano detrás de los Chartreux.[1] Le pedí una hora de tiempo para buscar a algún amigo que me sirviera de segundo. Cuando salía en busca del mismo, me encontré con otro inglés, el que me entregó una nota, que contenía mensaje muy diferente. He aquí lo que decía ese billete:

"Estaba junto a la reina cuando dijisteis cosas tan descomedidas sobre mi país. Después de mucho cavilar sobre la mejor manera de vengarme, no he encontrado mejor manera de lograrlo, que rogaros vengáis a verme. El portador os dirá dónde encontrarme. Veremos allí si es cierto que preferiríais mejor vivir entre los osos que con personas de mi nación."

Jamás hombre alguno quedó más sorprendido que yo. En verdad, entendía perfectamente cuanto quería significar ese billete, pero como eran varias las inglesas que estaban presentes cuando profiriera el discurso que ésta me reprochaba, no atinaba a discernir a cuál de ellas debía esa invitación. Sin embargo, como todas me habían parecido hermosas, de cualquier modo caería parado. El inglés, a mi requerimiento respondió que podría verla en el mismo hotel donde estaba alojada la reina de Inglaterra, y que no tenía más que preguntar por Milady.

De muy buena gana me hubiera dispensado del duelo con el inglés, para poder atender este otro asunto que tanto comenzaba interesarme; pero como por desgracia, no podía hacerlo sin mengua para mi reputación, me encaminé hacia el Hotel de los Mosqueteros, dispuesto a llevar conmigo al primero de los tres hermanos que encontrara. Solamente hallé a Aramis, que había tomado una medicina. Athos y Porthos habían salido temprano, sin decide dónde habían ido. Esto no dejó de contrariarme, pues la falta de tiempo me apremiaba. Adivinando lo que pretendía de sus hermanos, Aramis, tomando sus ropas me dijo, que por un remedio de más o de menos en el cuerpo, no me dejaría en situación desairada y que supliría su ausencia.

Sin embargo, sabiendo lo perjudicial que resultaría para su salud si llegaba a tomar frío, yo no quería permitir que se expusiera a ese peligro. No hizo el menor caso de mi objeción y nos encaminamos hacia el lugar donde nos había citado el inglés, quien aún no había llegado, como tampoco su amigo, haciéndose esperar más de media hora. Por fin aparecieron a lo largo de los muros del Luxemburgo, que están fuera de la ciudad.

Yendo hacia ellos, Aramis sintió algunos cólicos. Hubiera deseado detenerse unos instantes, si ello hubiera sido posible sin desmedro de su honor, pero temía que interpretasen mal una necesidad, cuya causa no conocían. Le dije que obedecía a escrúpulos excesivos y muy inoportunos, ya que su valor era conocido en demasía, y que además yo podía certificar en qué estado le había encontrado, cuando a pesar de todo había insistido en prestarme su ayuda.

Cuando nos encontramos, nos revisamos mutuamente para evitar toda superchería. En efecto, unos falsos valientes hacía poco que, habiéndose provisto de cotas de malla, impunemente se habían abalanzado sobre sus desprevenidos adversarios, logrando una artera ventaja. Nada encontramos que no fuera correcto. Sin embargo, el que debía batirse con Aramis, tanteando minuciosamente a Aramis, cuyos cólicos lo apremiaban al extremo de hacerle cambiar de color, le observó el rostro con irónica curiosidad. Vano como casi todos los de su país, sospechó que lo que tenía Aramis era miedo. No dudó más de lo que sus ojos le sugerían, cuando se expandió un olor bastante desagradable, que le obligó a taparse la nariz. Dijo a Aramis que temblaba demasiado pronto y que si por el hecho de tantearlo solamente con la mano, se ponía en la forma que se veía y olía, qué le ocurriría cuando lo tantease con la punta de la espada.

Aramis, apremiado cada vez más por su malestar, resolvió dar alivio a sus desdichadas entrañas. El inglés que tenía buen olfato, retrocedió velozmente con el temor de quedar envenenado, pero inmediatamente se vio obligado a abandonar toda precaución debida a esa causa: Aramis se le fue encima espada en mano dispuesto a no darle tregua, por lo que el inglés sólo pensó en defenderse, pero lo hacía tan mal, y retrocediendo tan rápidamente que Aramis tenía dificultad para alcanzado. A modo de desquite, Aramis le preguntó entonces, cuál de los dos era el que más temor tenía. Diciendo esto, lo apremió de cerca ya, y le suministró una buena estocada.

En lo que se refería a su camarada, cumplía mejor su deber para conmigo. Ya le había aplicado dos estocadas, una en un brazo y otra en un muslo y habiendo logrado desarmarle mediante un pase ligado, le coloqué la punta de mi espada sobre el abdomen y le obligue a pedir cuartel. El otro rindió su espada a Aramis, presentándole sus excusas por cualquier expresión descomedida que hubiera tenido. Aramis lo excusó de buen grado. Ambos ingleses se retiraron sin reclamar sus armas, que de buena gana les hubiéramos devuelto; Aramis penetró en la primera casa que encontró al llegar al arrabal Saint-Jacques, donde hizo encender un buen fuego a fin de cambiar de ropa interior, después que hube adquirido una camisa y un calzoncillo en la primer lencería que encontré.

Lo conduje a su alojamiento, dejándole de inmediato para encaminarme al hotel de la reina de Inglaterra y tratar de ver a Milady.


[1] Los Chartreux estaban detrás del Luxemburgo, es decir fuera de París en esa época, próximo a la actual clínica Tarnier. Sitio elegido por muchos caballeros para batirse a duelo.

martes, 1 de septiembre de 2009

EL GUANTE DE Mme DU LACROIXE


La reunión en el salón principal de la mansión de la condesa Chevreuse se desarrollaba con gran pomposidad por parte de los invitados, quienes se encontraban a la altura de su anfitriona.

Por grupos, - en algunos casos de damas, en otros, de caballeros y en otros, mixtos -, hombres y mujeres hablaban, reían y se comunicaban las novedades de los últimos días en París, en toda Francia y en Europa.

Junto a un amplio ventanal que de día ofrecía una bellísima vista de un majestuoso jardín, el caballero Bernard Montgomery mantenía una entretenida conversación con dos caballeros y una dama. Uno de los caballeros había regresado recientemente de Inglaterra y comentaba los sucesos acaecidos en ese reino el mes anterior, cuando los campesinos del sur de Dervy, liderados por un grupo de nobles, se habían revelado contra un impuesto que el rey había dictaminado para solventar su flota militar.

A escasos dos metros de allí, junto a un arreglo floral, Mme. Du Lacroixe y Mme Moulleron también tenían una interesante conversación, aunque en este caso versaban sobre las virtudes de los caballeros presentes en el lugar. Todos sabían que Mme. Du Lacroixe y M. Montgomery eran amantes, incluso solían mostrarse en público, pero en reuniones de esta naturaleza solían presentarse por separado y hasta se permitían cada uno tener contactos con otras personas sin por eso llevarse algún reproche.

Recientemente llegado de Lorena, un joven caballero conversaba con dos jóvenes y elegantes damas. El objetivo de este caballero, llamado M. d’Alaux, al dialogar con estas bellas damas, no era otro que causar los celos de su amante, Mme Bouquez, quien se encontraba presente en otra parte del salón y con quien había discutido fuertemente el día anterior, negándose esta última a recibirlo durante la tarde de ese día, como habían acordado.

Pero volvamos nuestra atención a Mme Du Lacroixe y Mme Moulleron. Mme Du Lacroixe, de 23 años, era una de las damas más bellas en esas reuniones y había sido causa de una decena de desafíos entre varios caballeros, aunque en al menos cuatro de ellos, uno de los duelistas había sido M. Montgomery, su actual amante. Era esta una forma de ganar prestigio una mujer: cuantos caballeros estaban dispuestos a desenvainar su espada por ella. Lo que prácticamente nadie sabía de esta dama era su gran afición a los duelos, algo que era mas fuerte que ella y que le provocaba una gran excitación. Las circunstancias se fueron dando de tal forma que pronto se le cruzó una idea por su mente, tal vez con el afán de divertirse, o simplemente por el morbo que le causaba: provocar un duelo a su voluntad.

Montgomery seguía tan afanado en su conversación, sin prestarle atención a ella que se propuso hacerle desenvainar su estoque por ella esa misma noche. Sabiendo que M. d’Alaux era un gran espadachín, esperó a que este se acerque un poco más hacia donde ella se encontraba y con ademán de que hacía un poco de calor esa noche, le dijo a Mme. Moullerón que se quitaría uno de sus largos guantes para no sufrir tanto la temperatura. Permaneció por espacio de un cuarto de hora jugando con su guante, como acariciándolo desde su extremo hasta los dedos.

Casi sin pensarlo la situación se puso totalmente a su favor, ya que Montgomery quedó mirando en dirección de ella, pero siguiendo su charla con los dos caballeros y la dama, y d’Alaux se acercó conversando con una dama casi hasta donde ella se encontraba. Mme. Du Lacroixe se encontró en medio de los dos caballeros, quienes seguían en su mundo, pero sin dudarlo, dejó deslizar su guante por entre los pliegos de su vestido de noche. El resultado no pude ser mejor: ambos se precipitaron para recogerlo y entregarlo a la dama, y ambos lo hicieron al mismo tiempo, levantándose lentamente, asiendo el largo guante cada uno por un extremo y estoqueándose en silencio con sus miradas, hasta que Mme. Du Lacroixe lo recogió.

- Son muy corteses, caballeros, gracias por preocuparse de esta forma por mi – dijo al tomar nuevamente el guante entre sus manos y alejarse con Mme. Moulleron, observando de reojo la actitud de ambos.

La situación fue tensa y no hubo un desafío ahí mismo debido al gran respeto que sentían por la condesa Chevreuse, la anfitriona, enemiga acérrima de los duelos.

Una mirada hacia la puerta del jardín por parte de Montgomery fue muy bien interpretada por d’Alaux, y ambos con gran cautela dejaron pasar un tiempo prudencial, como si nada hubiere ocurrido, para que nadie esté pendiente y se olviden del incidente. Eso fue lo que ocurrió, a excepción de Mme. Du Lacroixe, quien mantenía vigilados los movimientos de ambos caballeros.

En un momento, Montgomery, pasando desapercibido, abrió la puerta del jardín y se alejó por el corredor lateral. Mme. Du Lacroixe vio como unos minutos mas tarde hizo lo propio d’Alaux. Sabía que no habría duelo ahí mismo, pero si un desafío, con lo que llamó a su criada Catalina.

- Con sigilo cuéntame que hablan los dos caballeros que están en el jardín – le dijo a la joven muchacha – pero ve por aquella puerta lateral y recuerda, que no te vean.

La joven criada se aproximó lo más que pudo para oír la breve conversación.

- Dejarme en ridículo frente a Mme. Du Lacroixe es intolerable – dijo Montgomery

- Depende de cómo lo vea usted, desde mi punto de vista, quien quedó en ridículo he sido yo – replicó d’Alaux.

- Sólo dígame a que hora y en qué lugar, esto no hay otra manera de resolverlo – con vehemencia expresó Montgomery.

- Al amanecer, en la puerta lateral del monasterio de las clarisas, si le parece cómodo – propuso d’Alaux.

- Me parece bien, pero encuentro difícil encontrar padrinos a estas horas – comentó Montgomery.

- Usted es un caballero de prestigio, no tengo problema en que nos batamos sin ellos.

- Es usted un caballero muy cortes, será un honor batirme, mas tratándose de Mme. Du Lacroixe.

La criada regresó junto a Mme. Du Lacroixe y le dijo:

- Señora, esos caballeros se batirán por usted.

Y sin omitir ni puntos ni comas, le relató palabra por palabra el diálogo entre ambos, con lo cual Mme. Du Lacroixe supo a que hora y en que lugar se batirían y le dijo a su criada.

- Catalina, prepara ropa para ir a la puerta lateral del convento de las clarisas bien temprano.

Terminada la reunión, Mme. Du Lacroixe se retiró a sus aposentos y esperó la segura llegada de su amante. Cuando éste llegó, ella fingió no saber nada de lo que había ocurrido luego de haber tomado su guante, con lo que puso cara de gran sorpresa cuando Montgomery le dijo que en pocas horas se batiría en duelo por ella. Mme. Du Lacroixe abrió grandes los ojos y no pudo evitar sentir un cosquilleo en todo el cuero, y comenzó a interrogar el por qué de ese asunto, y volvió a fingir estar consternada y sentirse culpable. Abrazó a su amante con fuerza y comenzó a besarlo.

- Voy a compensar el sacrificio que hacéis por mi – le dijo mientras comenzaba a desvestirlo.

Hicieron apasionadamente el amor y cuando llegó la hora, Montgomery comenzó a vestirse.

- Es hora de partir – le dijo – deséame suerte.

- Tomad esto como amuleto de la suerte, ya que fue lo que os ha puesto en este trance – le dijo Mme. Du Lacroixe, atando el largo guante de la discordia en su brazo derecho.

Él se despidió con un beso apasionado y se alejó por la estrecha calle que daba a un lateral de la catedral.

Aun no amanecía, sólo se notaba algo de claridad en el cielo, pero al alejarse cien metros la mujer ya no notaba con nitidez la figura de su amante alejándose, con lo que ella también salió a la calle, pero llegando al lugar del encuentro por otro camino. Llegó a tiempo para ver la llegada de d’Alaux, quien de inmediato se aproximó a Montgomery para saludarlo estrechando su mano con cortesía. Acto seguido, se alejaron unos metros hacia un corredor para dejar allí sus capas y luego se internaron en un jardín, donde había espacio suficiente para moverse. Todo era observado por las dos mujeres detrás de unos arbustos contra una columna, aunque no podían distinguir que cosas se decían.

Ambos tenían camisas blancas y pantalones oscuros, además de botas y guantes, empuñaron sus espadas, se saludaron nuevamente y se pusieron en posición de guardia. Se observaban a los ojos fijamente pero apenas si se movían, hasta que de a poco comenzaron unos esbozos de ataques. Así trascurrieron dos o tres minutos, observándose, analizando por donde atacar y poco a poco comenzaron a embestirse, cuidando muy bien sus defensas y buscando un blanco vulnerable de su enemigo. Luego de una serie de ataques y contra ataques se oyó un grito y ambos dieron unos pasos hacia atrás. La espada de d’Alaux había tocado el muslo de su rival y de ahí el grito. Mme. Du Lacroixe vio a su amante cojear un poco y revisar su herida, mientras d’Alaux lo esperaba, y al ver que no era nada grave se volvió a poner en guardia, atacando de inmediato, como si quisiera vengar esa herida propiciándole una a su rival. La lucha se volvió más vigorosa, con mas cantidad de ataques y menos cautela en la defensa y en breve se oyó otro grito, esta vez de d’Alaux. Montgomery lo había herido en el hombro. Como la herida no era grave, reanudaron la lucha con mas ímpetu que antes y en los minutos que siguieron ambos se tocaron con sus estoque en varias ocasiones, haciendo que sus blancas camisas comiencen a estar marcadas con varias manchas rojizas.

Ambos duelistas comenzaron a mostrarse cansados. La fiesta de la noche anterior, y la noche con sus respectivas amantes habían hecho que ambos lleguen al combate sin haber dormido ni un minuto siquiera, pero aun así continuaron luchando, cada vez con menos reflejos, y en una embestida que se hicieron mutuamente volvió a sentirse un grito mas fuerte que los anteriores y d’Alaux cayó de rodillas, arrojando a un lado su espada, con lo que indicaba que se rendía.

Montgomery lo había herido en el vientre y parecía que podía ser grave la herida, por lo que dejó su espada en el suelo y fue a auxiliar a su rival, a quien ayudó a recostarse en la hierba. Examinó el tajo y vio que no era una herida profunda, pero si dolorosa y emanaba mucha sangre, de manera que tomó su pañuelo y presionó sobre la herida para al menos disminuir la hemorragia.

- Muchos caballeros se baten en este lugar, por lo que las monjas están acostumbradas a atender estas heridas – le dijo Montgomery a su rival. – Lo llevaré hasta la puerta y golpearé para que lo atiendan, yo me iré antes que me vean, ya que si nos ven a los dos, nos denunciarán ante las autoridades por duelistas, en cambio así, usted podrá decir que fue atacado por forajidos.

- ¡Muchas gracias!, pero… ¿creerán que fui atacado?- inquirió d’Alaux.

- No, de inmediato sabrán que fue un duelo, pero al no saber quien lo hirió, no podrán hacer nada y deberán creerle – le contestó Montgomery.

Como a Montgomery también le pesaban sus heridas, le costó trabajo ayudar a ponerse de pie a su rival y acompañarlo hasta la puerta, donde lo recostó con mucho cuidado, para luego ir a buscar su capa y taparlo, ya que el frío se hacía notar. Golpeó luego la puerta, se despidió de d’Alaux y se retiró con prisa, recogiendo primero su capa y envolviéndose en ella, para que los transeúntes no vieran su camisa manchada en sangre con lo que se delataría.

- En adelante espero tenerlo como amigo – le dijo d’Alaux antes de que parta su contrincante de esa aventura.

- Considérelo así – le respondió Montgomery. – Ha sido un honor cruzar mi espada con la suya.

Y se fue.

Las mujeres se habían ido unos momentos antes, ya que Mme. Du Lacroixe sabía perfectamente que Montgomery iría a verla después del duelo, con lo que se apresuraron a llegar antes que él. Apenas había terminado de ponerse su ropa de cama y fingir haber estado durmiendo, - o al menos acostada pero sin poder dormir preocupada por la suerte que su amante podría correr – cuando Montgomery llegó, cansado, herido, pero feliz.

- Mme., su guante me ha salvado, hacía tiempo que no tenía un rival tan hábil, el duelo fue duro, como podrá ver el estado en el que llego, pero he triunfado.

- Que alivio para mi corazón, no pude pegar un ojo pensando en su suerte, pero ¿Cómo está M. d’Alaux? ¿está herido?

- Si, pero lo dejé a cuidado de las monjas clarisas, frente al convento de ellas fue nuestro duelo, no está grave por suerte.

- ¡Pero mire usted como esta! Quítese la ropa, así puedo curar esas heridas.

Tuvo Mme. Du Lacroixe un deseo grande de volver a hacer el amor con ese hombre, todas esas heridas habían sido por su causa, pero el cansancio pudo más y Montgomery cayó en un profundo sueño.

Durante la mañana, Mme. Du Lacroixe había enviado a Catalina a averiguar por el estado de d’Alaux, y supo que se reponía favorablemente, con lo que decidió enviarle un pequeño billetito que decía lo siguiente: "Supe que sus heridas fueron por mi culpa y me enorgullezco de ello, desearía que me venga a visitar. Mme. d. L.."

sábado, 8 de agosto de 2009

UN CHOQUE DE CARROZA COMO EXCUSA


Gracias a Diana de Meridor podemos disfrutar de este curioso duelo. Es bueno recordar que los duelos estaban prohibidos por lo que se solía recurrir con frecuencia a los "encuentros", esto es, una lucha producto de un encuentro casual por un motivo del momento, lo cual no estaba penado de la misma forma que un duelo, el cual tenía un grado de premeditación.

Para evitar el castigo de la ley, se solía pasar una "duelo" como si hubiera sido un "encuentro", aunque el enfrentamiento estaba pautado de antemano, como ocurre en esta historia.

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René du Bec-Crépin, marqués de Vardes, ingenioso cortesano, era aún muy joven por la época de su duelo con Claude de Saint-Simon. Éste, en cambio, ya contaba 39. El motivo de la riña fue una discusión por la concesión de ciertos beneficios eclesiásticos. En enero de 1647 ambos acordaron batirse un mediodía en la Puerta de Saint-Honoré, en el extremo occidental de la Rue de Saint-Honoré, cerca del convento de las Hijas de la Concepción. Era un lugar muy solitario por entonces. Para que no pareciera un duelo premeditado, pues estaban prohibidos, idearon el modo de que todo pareciera surgido de un incidente fortuito. El carruaje de Vardes le cortaría el paso al de Saint-Simon, los cocheros reñirían por ver cuál tenía preferencia, y sus amos, haciendo suya la causa, echarían pie a tierra, cada uno con su segundo, y se batirían allí mismo de inmediato.

Por la mañana Saint-Simon había estado en el Palais-Royal, cumplimentando a la reina. Luego fingió que salía en compañía del mariscal de Gramont, al que acompañaría a hacer algunas visitas en el Marais. Cuando bajaban juntos por las escaleras, Saint-Simon disimuló pretextando haber olvidado algo arriba, se excusó, subió, y luego volvió a bajar cuando Gramont ya se había ido. Se encontró entonces con La Roque Saint-Chamarant, un hombre de su confianza y que comandaba su regimiento de caballería. Era él quien le habría de servir de segundo en el duelo. Así pues, ambos entraron en el carruaje y se dirigieron a la Puerta de Saint-Honoré.

Vardes, que esperaba en una esquina de la calle, vio aproximarse a la carroza y se procedió del modo acordado. Hubo latigazos de uno y otro cochero, las cabezas de sus amos se asomaron por la ventanilla; salen del coche furiosos y se baten espada en mano. La fortuna favoreció a Saint-Simon: Vardes cayó herido en un brazo y fue desarmado. Como se confesó vencido, su rival fue lo bastante generoso para renunciar a causarle cualquier otra herida que proclamara su victoria. Juntos fueron a separar a sus segundos.

La carroza de Saint-Simon era la que se encontraba más próxima, de modo que se decidió trasladar en ella a Vardes hasta su domicilio. Sus rivales montaron con él, se separaron después civilizadamente y el vencedor se dirigió a su casa.

Madame de Châtillon se alojaba entonces en una de las últimas mansiones de la calle, cerca de la Puerta de Saint-Honoré. Al ruido que hicieron cocheros y carruajes se asomó a la ventana, y así pudo presenciar todo el combate. Por tanto, la historia no tardó en conocerse, y los duelistas debieron rendir cuentas ante la reina. Saint-Simon ensayó bien las respuestas que debía dar, por lo que se libró de todo castigo, mientras que Vardes, considerado el agresor, fue conducido a la Bastilla. De todos modos sólo permaneció allí por espacio de diez o doce días.