miércoles, 9 de octubre de 2013

DUELO DE ARTISTAS

Extraído de Pagina 12, redactado por María Gainza

Es la mañana del 25 de diciembre de 1891. Refugiadas del sol, las familias porteñas atraviesan una Navidad aletargada. Una fila de carruajes sale rumbo a las afueras de la ciudad. Sólo unos pocos, a los que el calor no ha dejado dormir bien, la ven pasar, pero no le dan importancia. Los carruajes llegan hasta Morón y allí se detienen en el descampado de un bosque brumoso. Se bajan varios hombres de traje y corbata e inmediatamente se separan en dos grupos. Dudan sobre los pasos a seguir, nadie parece muy seguro de qué hacer. Hasta que se deciden, redactan las actas y señalan el sitio exacto. Dos hombres, que hasta ahora habían permanecido en el interior de sus carruajes, descienden, se quitan sus sacos, arremangan sus camisas blancas y toman las armas. Los sorprende el peso de las mismas: nunca antes habían sostenido un sable entre sus manos. Son hombres de pluma y de pincel.
Los duelistas son, por un lado, Eduardo Schiaffino, conocido pintor argentino, y por el otro, Maximiliano Eugenio Auzón, ignoto pintor de marinas y crítico de profesión, nacido en España y afincado en Buenos Aires hace más de veinte años. Están allí para dirimir una batalla moral: una discusión sobre arte que han sostenido durante varias semanas en sus respectivos periódicos. Y ahora sí, a los sablazos, a la europea, digamos, van a poner fin a la disputa sobre si existe o no un arte nacional. Podrían haber elegido un facón, ya que de nacionalismos se trata, pero cuanto más lejos el adversario, mejor. En el primer asalto, los sables dibujan torpes zetas en el aire pegajoso de la mañana. En el segundo asalto, el crítico Auzón hiere la mano del pintor Schiaffino. El combate se interrumpe, las ofensas se retiran, pero las ideas persisten.
La escena es absurda y, como muchas veces ocurre con lo absurdo, ha ocurrido. “¿Cómo habrá sido ese momento? Ese instante grosero en el que la vida, productora natural de metáforas, construye semejante escena para fundar las nociones de ‘artista’ y ‘crítico’: el crítico, temeroso por su vida y en total torpeza para con la herramienta elegida, hiere al artista en la mano, la mano que sostiene el pincel”, escribe Rafael Spregelburd, el dramaturgo que concibió Apátrida, la obra que lleva este episodio de la historia, patético pero colosal, al teatro.

sábado, 17 de agosto de 2013

LA COSTUMBRE DE LOS DUELOS EN FRANCIA



Un duelo moralmente aceptable comenzaba con el desafiador declarando públicamente un agravio personal, basado en una ofensa, directamente a la persona que le había ofendido. El desafiado tenía dos opciones: una disculpa pública u otra compensación, o bien elegir las armas para el duelo. El desafiador proponía entonces un lugar para el "campo del honor". El desafiado tenía que aceptarlo o bien proponer un sitio alternativo. La ubicación tenía que ser un lugar donde los oponentes pudiesen batirse sin ser arrestados. Era común que las patrullas se apartasen de esos lugares y difundiesen la información, para que "la gente honrada pudiese evitar pasar por lugares sin vigilancia".
En el campo del honor, cada bando llevaba segundos y un médico. Los segundos (cada duelista que tener al menos uno, aunque lo tradicional era llevar tres) intentaban reconciliar a ambas partes actuando como intermediarios para resolver la disputa con una disculpa o una compensación. Si la reconciliación tenía lugar, ambas partes consideraban la cuestión zanjada honorablemente y todos se marchaban. Si el intento de reconciliación fracasaba, los segundos ayudaban a su amigo a prepararse para el duelo, y durante el mismo se mantenían alerta frente a las posibles trampas o la llegada de las autoridades. A los tramposos se les pegaba un tiro, normalmente en el mismo momento. Los segundos honorables a veces disparaban a su propio amigo si descubrían que hacía trampas.
Si uno de los duelistas no aparecía, se le declaraba cobarde y su oponente ganaba por incomparecencia, sirviendo los segundos y a veces el médico como testigos de la cobardía.
El arma típica era la espada, aunque a veces se elegían pistolas o armas más frecuentes.
Ambos contendientes comenzaban en los lados opuestos de un cuadrado de treinta pasos de ancho. Normalmente el cuadrado se marcaba dejando caer pañuelos en las esquinas. Salir del cuadrado se consideraba cobardía. Los oponentes acordaban batirse bajo alguna condición determinada. Aunque modernamente se habla mucho de la "primera sangre" como condición, los manuales de honor de la época coinciden en denostar la práctica como deshonrosa y poco viril. Era mucho más común batirse hasta que uno de los contendientes fuese físicamente incapaz de continuar luchando, o hasta que el médico pidiese el alto. Aunque los duelos explícitamente a muerte eran muy infrecuentes, muchas veces uno o ambos duelistas morían a causa de las heridas.
Cuando la condición pactada se alcanzaba, la disputa se consideraba zanjada con el ganador demostrando que la razón estaba de su parte y el perdedor manteniendo su reputación por el coraje demostrado.
En la época del juego acabamos de salir del Renacimiento francés, que normalmente se considera que termina con la muerte de Enrique de Navarra en 1610. Las armas de duelo en Francia en esa época eran casi siempre espadas, de ahí que la nobleza más antigua escogiese la expresión "Noblesse d'epée" para designarse a sí misma. Creer que alguien podía dispararle sin más a un miembro de la nobleza de Francia es no comprender en absoluto la sociedad de la época.
Hacia 1620 el duelo ya estaba prohibido por ley en Francia bajo pena de muerte, pero en la práctica la ley rara vez se aplicaba porque los infractores eran prácticamente todos miembros de la nobleza, y nadie quería juzgar y condenar a muerte a un noble. El hermano del mismísimo cardenal Richelieu, de hecho, murió en un duelo.
En 1626 Richelieu hizo que el Parlamento aprobase una ley reduciendo los supuestos de pena de muerte en caso de duelo, con la esperanza de que ello reduciría los escrúpulos de los jueces a la hora de juzgar y condenar a los nobles infractores. Richelieu consideraba los duelos como un desperdicio de valiosos recursos humanos, y por lo tanto un serio obstáculo a su política de grandeza para Francia. La pena capital se mantuvo solamente para los casos en que se produjese una muerte en el duelo, o en caso de que los segundos también se batiesen, lo que era una práctica muy común. La nueva ley, el Edicto contra el Duelo, del 24 de marzo de 1626, decretaba que los duelistas perderían cualquier oficio y beneficio real y el desafiador sería desterrado por tres años.
Este cambio favoreció que hubiese algunos encausamientos y perturbó bastante al duelista más destacado de Francia, Bouteville-Montmorency, que huyó a Flandes con Rosmadec des Chapelles después de un duelo en el que murió uno de sus segundos.
Cuando se le permitió volver a Francia (pero aún no a París), fue desafiado por el barón Beuvron, que quería vengar la muerte del último oponente de Bouteville. Menospreciando la autoridad real, se acordó el duelo para el 12 de mayo de 1627 por la tarde, a plena luz del día, en los jardines del Palacio Real, con los segundos batiéndose también. Creían que el Rey nunca se atrevería a ejecutar nobles de rango tan alto, lo cual era subestimar a Su Majestad de una manera muy típica de los nobles de la época.
Durante el duelo, Bussy d'Amboise, uno de los segundos del barón Beuvron, fue muerto por Des Chapelles, y a su vez uno de los segundos de Bouteville fue herido muy gravemente. Beuvron huyó a Inglaterra, pero Bouteville y des Chapelles fueron capturados cuando intentaban escapar a Lorena. Los dos nobles fueron escoltados a París por 460 jinetes, y allí la ley se aplicó con todo su rigor condenando a muerte a ambos duelistas. A pesar de las peticiones de clemencia por parte del príncipe de Condé y de otros allegados a Su Majestad, ambos fueron decapitados el 22 de junio de 1627. El Rey sabía que la clemencia sería una invitación a un mayor menosprecio de su autoridad. La práctica del duelo se convirtió en algo mucho más clandestino después de estas ejecuciones, y las muertes se hicieron mucho menos frecuentes.



miércoles, 14 de agosto de 2013

ÚLTIMO DUELO REGISTRADO EN ARGENTINA



No era un buen día para morir. Estaba nublado. A las 5.58, 28 minutos después del amanecer del domingo 3 de noviembre de 1968, los duelistas llegaron a la quinta de Monte Chingolo, sobre la calle Caagazú, con sus padrinos. Sería el último duelo ocurrido en la Argentina. 

Minutos después se bajó de un Valiant negro Escipión Ferretto, instructor de esgrima del Colegio Militar. Llevaba los sables que se usarían. De hecho, él sería el juez del lance 

Los duelistas eran el almirante Ignacio Benigno Varela y el abogado, político, legislador, y periodista Yolivan Biglieri. Fue el último duelo en la Argentina. 

¿Qué había pasado para llegar a tal extremo? Algo más de dos años antes, una Junta Revolucionaria integrada por Varela, el general Pascual Pistarini y el brigadier Arnaldo Alvarez derrocó al presidente constitucional Arturo Illia. Días después asumiría el general Juan Carlos Onganía. Biglieri, que dirigía un diario en Lanús llamado Autonomía, trató a Varela de traidor pues había declarado su lealtad a Illia poco antes de derrocarlo. 

Varela, ofendido, consideró que la única manera de lavar su honor era enfrentarse a Biglieri y éste aceptó. El ofendido es el que tiene derecho a elegir las armas, según el Código de Honor. Pero siendo uno de los duelistas un civil, es éste el que tiene el privilegio. Pero el periodista, que también fuera presidente de Lanús, lo cedió porque quería designar el lugar: tenía miedo de que lo llevaran a un buque. 

El arma elegida fue el sable de esgrima con empuñadura, con filo en la hoja y sin punta. La estocada estaba prohibida.  

A las 6.10 había luz suficiente. El juez señaló a Varela y Biglieri que el duelo no sería "a primera sangre" sino hasta que las heridas recibidas impidieran continuar a uno o a los dos. Entregó los sables y les ordenó quedarse con los torsos desnudos. 

Se harían dos minutos de combate por tres de descanso. A las 6.12 el juez dio la clásica orden: "¡A Ustedes!". Con los padrinos e invitados había unas 20 personas mirando, más los periodistas escondidos en la quinta. 

En el primer ataque, Biglieri le hizo un corte en la oreja derecha a Varela y, en otra carga, lo cortó en el brazo derecho. Pero Varela alcanzó al periodista en la mano. Ahí volaron los lentes de Biglieri. En el segundo asalto el almirante hirió a su rival en un pómulo. Ya los dos se mostraban cansados. Hubo otro corte que recibió Biglieri en el torso, pero el marino se llevó una herida en el costado. 

Al reanudarse el combate, Biglieri lastimó en el pecho y hasta hizo caer el arma de la mano de Varela. Entonces, los dos fueron revisados por los médicos. Decidieron que ya no podían seguir. El duelo duró 20 minutos. No hubo reconciliación. 

A pesar de que los contendientes habían pactado mantener en secreto el lugar del desafío, igual trascendió. Basta decir que el combate se debió suspender unos minutos para desalojar a los periodistas que había, escondidos, dentro de la quinta. 

Un juez de La Plata pidió a la Policía que hiciera las averiguaciones. ¿Por qué? Porque el duelo es un delito. Pero no se llegó a nada y nadie fue sancionado 

Cómo tratar el duelo depende de la mayor o menor fuerza con que persisten ciertas costumbres: se lo puede declarar impune; se lo puede considerar delito leve; o se lo puede castigar según el resultado que cause: si son heridas habrá delito de lesiones y si se causa la muerte habrá homicidio. 

En el Código Penal argentino el duelo es un delito con pena menor. Acaso a esta altura de los tiempos y del desarrollo social y cultural sea necesario pensar en pasar a la tercera y última posibilidad. En otras palabras, eliminar el delito y atenerse sólo a los resultados que se causen. 

Las penas actuales son de hasta seis meses si no hay lesiones o si son leves; y hasta cuatro años si hay lesiones graves o la muerte, siempre y cuando los rivales se hayan batido con intervención de padrinosque elijan las armas y arreglen las condiciones del desafío. El combate debe estar motivado siempre por cuestiones de honor. 

Al enfrentamiento realizado según estas circunstancias se lo llama "duelo regular". Los padrinos no son punibles, ni el juez ni los médicos ni los testigos. La razón es sencilla: si son los que ponen las condiciones para que los daños sean atenuados, sería contradictorio castigar a un partícipe cuya presencia la propia ley considera necesaria para aminorar la pena. 

El duelo fue condenado por el Concilio de Trento de 1562 y desde entonces pasó a ser una forma privada de dirimir contiendas. Así continúa. 

El honor masculino es tan importante para la ley que si alguien reta a duelo por causas económicas la pena será mayor. 

El Congreso Nacional ha derogado el infanticidio, un homicidio atenuado que cometía la mujer que mataba a su bebé para ocultar su deshonra y en estado de alteración psíquica postparto, con el argumento de que en la era moderna "el honor de la mujer no entra en la sala de parto". Es, pues, evidente cuál es el honor que vale. 


viernes, 15 de febrero de 2013

TAMBIÉN EN FACEBOOK

Hola a todos/as, también podemos encontrarnos en facebook, la más fácil es por mi correo: duboisdumas@hotmail.com
Ahí también voy publicando relatos o podemos compartir e interactuar de otra forma.
Saludos!!!

miércoles, 6 de febrero de 2013

EL DUELO MAS LARGO DE LA HISTORIA

Después de muchos meses intentaré rehabilitar mi blog dedicado a los duelos de honor, duelistas, historias y afines.
En entradas anteriores hemos hablado de la película "Los Duelistas", de Ridley Scott, basada en la novela de Joseph Conrad, "El Duelo" (de la cual hay algunos fragmentos posteados). Pues bien, al parecer, Conrad se inspiró en una historia real ocurrida en Francia a fines del siglo XVIII. Tomo, citando como corresponde a la página, ese hecho para compartirlo con ustedes.
La página de donde fue tomada la entrada es http://historiasdelahistoria.com/2011/09/08/el-duelo-mas-largo-de-la-historia-19-anos/  y el artículo fue publicado por Javier Sanz.
Aquí la copio para que la disfruten.



Los capitanes Dupont y Fournier del ejército francés fueron los protagonistas del duelo que duró 19 años (1794 – 1813)
En 1794, en la ciudad de Estrasburgo, un joven de la burguesía local llamado Blumm tuvo la mala suerte de cruzarse en el camino del capitán Fournier – con fama de pendenciero y muy mal beber -. El capitán provocó al joven y éste cometió el error de retarle a un duelo… Blumm murió. Aunque el duelo había sido “legal” la población local culpó a Fournier pero nada se pudo hacer contra él. A los pocos días, el comandante en jefe daba una recepción para las personalidades de la ciudad y ordenó a su segundo, el capitán Dupont, que impidiese la entrada a Fournier para no soliviantar los ánimos. Cuando intentó acceder, Dupont se lo impidió y se retaron.
Los duelistas
Sabiendo la destreza que Fournier tenía en las armas de fuego, Dupont eligió la espada y consiguió herir a Fournier que mientras caía lo volvió a retar. En este segundo envite ambos salieron heridos y hubo un tercero. Tras el tercero, y viendo que aquello no tenía fin, establecieron un pacto:
  • Siempre que ambos se encuentren a una distancia menor de treinta leguas, recorrerán la mitad de la distancia cada uno hasta encontrarse y retarse a espada.
  • Si alguno de los dos, por necesidades del servicio, no pudiese desplazarse, el otro recorrerá la distancia que los separa para retarse a espada.
  • No habrá excusas, salvo que su obligación militar impida la reunión.
Entre ellos se entabló una relación epistolar en la que incluso se felicitaban por sus éxitos militares y por sus ascensos. Su relación fue más que cordial hasta que llegaba el momento de empuñar las espadas. Además, respetaron que el primer golpe que hiciese sangrar al contrario paraba la pelea.
Todos los duelos eran a espada, hasta que en 1813, y poco antes de casarse, Dupont ofreció zanjar el tema con pistolas (el arma preferida de Fournier). Para igualar la contienda establecieron unas normas distintas para el último duelo: llevarían dos pistolas cada uno, el duelo tendría lugar en un bosque privado cercado y con dos puertas (norte y sur); cada uno entraría por una y… “al que Dios se la de san Pedro se la bendiga“. Durante un rato estuvieron jugando al ratón y al gato pero el ansia de Fourier le perdió y gastó los dos disparos sin abatir a su rival. Dupont consiguió encañonar a Fournier y le dijo:
Tengo tu vida en mis manos, te perdonaré con la condición de que si me vuelves a retar tendré dos disparos antes de que tú puedas abrir fuego.
Se aceptaron las condiciones y pusieron fin a 30 enfrentamientos durante 19 años.
El guión de “Los duelistas” (1977), la primera película de Ridley Scott, se basa en “El Duelo” de Joseph Conrad y éste en la historia de Dupont y Fournier.

sábado, 20 de noviembre de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 9


Y por fin llega el desafío, en el Pre-aux-Clercs, lugar elegido por los duelistas de esa época. Mergy llega con miedo a su primer duelo, pero su rival, Commingies, viene de pasar la noche con su amante, subestimando al protagonista de la obra.

A pesar de haberse fatigado en la cacería, Mergy pasó una gran parte de la noche sin dormir. Fue presa de una fiebre elevada, que comunicaba a su imaginación una actividad desesperante. Numerosos pensamientos accesorios y hasta extraños al encuentro futuro asediaban y turbaban su cerebro; alguna vez llegó a imaginarse que la fiebre que le acometiera no era sino el preludio de una enfermedad grave que se declararía dentro de pocas horas, obligándole a permanecer en el lecho. Y entonces, ¿qué sería de su honor? ¿Qué se pensaría entre las personas de su sociedad? ¿Y qué dirían, sobre todo la señora de Turgis y Comminges? ¡Si hubiera podido apresurar la hora fijada para el combate!

Felizmente, al salir el Sol, sintió su sangre calmarse, y pensó con mucha menos emoción en el encuentro. Se vistió tranquilamente y hasta estuvo atento en su tocado. Empezó a pensar que la hermosa acudiría al campo de batalla, y al encontrarle ligeramente herido, le cuidaría con sus propias manos, declarando en público su amor. El reloj del Louvre, al dar las ocho, lo apartó de estas ideas, y un segundo después su hermano entró en la habitación.

En su rostro tenía Jorge marcada una profunda tristeza, demostrativa de que tampoco había pasado una buena noche. Se esforzó, sin embargo, en adoptar una actitud alegre y en sonreír al estrechar la mano de Mergy.

-Aquí tienes una espada y una daga de gran cazoleta, las dos forjadas en casa de Luna, en Toledo. Mira si el peso te conviene.

Y arrojó las armas sobre el lecho de Bernardo.

Tomó éste la espada, la plegó, examinó la punta y pareció satisfecho. Luego fijó su atención en la daga; la cazoleta estaba horadada por numerosos agujeros, dedicados a detener la punta de la espada enemiga, y a no dejarla salir fácilmente.

-Con tan buenas armas -dijo- creo que me podré defender.

Después mostró la reliquia que la señora de Turgis le regalara, y que ella llevaba escondida en el seno.

-Éste es un talismán -añadió sonriendo- que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.

-¿De dónde te viene ese juguete?

-Adivínalo.

Y su vanidad de parecer un favorito de las damas le hizo olvidar un momento a Comminges, y a la espada de combate que delante de él estaba desnuda.

-¡Juraría que te lo ha regalado esa loca de condesa! ¡Que el diablo se lleve a ella y a su caja!

-¿Sabes que la reliquia me la ha dado con el exclusivo objeto de que me auxilie en el combate de hoy?

-Me parece que haría mejor en enguantarse y no buscar ocasiones de enseñar su bella y blanca mano.

-Dios me libre -añadió Mergy poniéndose rojo- de creer en los talismanes de los papistas; pero si muero hoy, quisiera que ella supiese que había caído con su reliquia en el pecho.

-¡Qué fatuo! -exclamó el capitán encogiéndose de hombros.

-Toma esta carta para nuestra madre -dijo Mergy con voz temblorosa.

Jorge se quedó con ella, y aproximándose a una mesa, abrió un ejemplar pequeño de la Biblia, mientras que su hermano, acabándose de vestir, se ocupaba en anudar la profusión de ojales que contenían los vestidos de aquel entonces.

En la primera página de la Biblia que leía el capitán estaban escritas las siguientes palabras, por mano de su madre: «El 1 de mayo de 1557 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por buen camino! ¡Señor, presérvale de todo mal!» Se mordió los labios con rabia y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó el movimiento, supuso que alguna idea impía habría cruzado por su mente; recogió el tomo con gran respeto, lo guardó en un estuche bordado y lo encerró en un armario.

-Es la Biblia de mi madre -dijo.

El capitán se paseó por la estancia sin responder.

-¿No será ya hora de partir? -dijo Mergy, abrochando la espada al tahalí.

-Todavía no. Tenemos tiempo de desayunarnos.

Se sentaron los dos delante de una mesa cubierta de toda clase de pasteles y de un jarro de plata lleno de vino. Mientras comían discutieron largamente, y con apariencia de interés, si el mérito de este vino era mejor o peor que otros de la bodega del capitán; cada uno de ellos se esforzaba en esta conversación fútil en ocultar al otro los verdaderos sentimientos de su alma.

El capitán se levantó el primero.

-Marchemos -dijo con voz ronca.

Y colocándose el sombrero hasta los ojos, descendió por la escalera.

En una barca atravesaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus caras el motivo que los conducía al Pré-aux-Clercs, se apresuró, mientras remaba con gran vigor, a referirles, con muchos detalles, que el mes pasado dos caballeros, uno de los cuales se llamaba el conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilarle su lancha para poderse batir a su gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario de Comminges, cuyo nombre sentía no recordar, había perecido, y después fue el cadáver llevado a la orilla, de donde no se le había podido recoger.

Al llegar a la ribera opuesta advirtieron otra barca que conducía a Comminges y al vizconde de Beville.

-¡Hola! -exclamó este último-. ¿Eres tú o tu hermano a quien va a matar Comminges?

Y al decir estas palabras abrazó a Jorge, riendo.

El capitán y Comminges se saludaron con gravedad.

-Caballero -dijo el capitán a Comminges en cuanto pudo desembarazarse de Beville-, creo que es mi deber realizar todavía un esfuerzo, a fin de impedir las consecuencias de una contienda que no está fundada en motivos que atenten realmente al honor. Estoy seguro que Beville unirá sus esfuerzos a los míos.

Beville hizo un gesto negativo.

-Mi hermano es muy joven -añadió Jorge- y carece de experiencia en la esgrima; por consecuencia, se halla más obligado que otro a mostrarse susceptible. Vos, caballero, tenéis una reputación bien ganada, y vuestro honor en nada desmerecería si reconocierais delante de nosotros que, por una equivocación...

Comminges le interrumpió con una carcajada...

-¡Es gracioso, querido capitán! ¿Creéis que soy un hombre que abandona al amanecer el lecho, en donde yace con su amada, y atraviesa el Sena para dar excusas a este mozalbete?

-Olvidáis, caballero, que se trata de mi hermano, y le despreciáis...

-Aunque fuera vuestro padre, ¿qué me importa? Me preocupa muy poco vuestra familia.

-Pues, con vuestro permiso, recojo el guante dirigido a mi familia, y, como soy el hermano mayor, seré el primero en batirme con vos, si no os oponéis.

-Perdonad, capitán. Estoy obligado, con arreglo a las leyes del duelo, a dar prioridad en el desafío al caballero que me ha provocado. Vuestro hermano tiene un derecho imprescriptible, como dicen en el Palacio de Justicia. Cuando concluya con él estaré a vuestras órdenes.

-Es perfectamente justo -exclamó Beville-, y no permitiré que sea de otra manera.

Mergy, sorprendido de lo largo del coloquio, se acercó a pasos lentos y llegó en el preciso instante en que su hermano colmaba de injurias a Comminges, llegando a llamarle cobarde, a lo que respondió fríamente:

-Después de vuestro hermano me ocuparé de vos.

Bernardo agarró a Jorge por el brazo.

-¿Es así como me ayudas? -le dijo-. ¿Pretendes que delegue en ti el puesto que me corresponde?... Caballero -dijo, volviéndose hacia Comminges-, estoy a vuestras órdenes. Podemos empezar cuando gustéis.

-En seguida -respondió el espadachín.

-¡Admirable contestación! -dijo Beville, estrechando la mano de Mergy-. Si no tenemos el sentimiento de enterrarte en este campo, irás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el justillo y desabrochó las cintas de sus zapatos para demostrar que tenía el propósito de no retroceder ni un paso. Era una moda al uso de los duelistas profesionales. Mergy y Beville le imitaron; sólo el capitán permaneció sin quitarse ni la capa.

-¿Qué haces, querido Jorge? ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? -dijo Beville-. Ni tú ni yo somos de esos que, cruzados de brazos, dejan a sus amigos que combatan. Nosotros practicamos la costumbre de Andalucía[1].

El capitán se encogió de hombros.

-¿Pero supones que estoy de broma? Te juro por mi vida que tenemos que batirnos. ¡Que me lleve el diablo si no lo consigo!

-Eres loco o tonto -dijo Jorge con frialdad.

-¡Pardiez! Me darás cuenta de esas palabras, si no quieres obligarme a...

Y llevó la mano a la espada, todavía en la vaina, en actitud airada y agresiva.

-¿Lo quieres? -dijo el capitán-. Sea...

Comminges, con una elegancia especial, desenvainó rápido la espada y arrojó a veinte pasos de distancia la vaina y el tahalí; Beville quiso imitarle; pero su arma se resistía a salir al llegar a la mitad de la hoja, lo que juzgó como una desventura y un presagio. Los dos hermanos desenvainaron también las espadas, aunque menos aparatosamente; también arrojaron las vainas que habrían podido estorbarles. Cada uno se colocó delante de su adversario con la espada desnuda en la mano derecha y la daga en la izquierda. Los cuatro hierros se cruzaron al mismo tiempo.

Jorge, por cierta maniobra de esgrima que los maestros italianos llamaban entonces liscio di spada a cavare alla vita[2], y que consiste simultáneamente en oponer la fuerza a la habilidad, dominó a su adversario, el cual tuvo que soltar su espada, encontrándose en el pecho con la punta de la de su enemigo.

Pero Jorge de Mergy bajó el arma.

-Tienes menos fuerza que yo -dijo-; cesemos el combate... No esperes a que me encolerice.

Beville se había puesto pálido al ver la espada del capitán que le rozaba el pecho. Algo confuso le tendió la mano, y los dos, después de arrojar sus armas a tierra, se volvieron impacientes para contemplar el combate de los importantes actores de esta escena.

Mergy conservaba su sangre fría, dando muestras de bravura. Era ducho en la esgrima y tenía una fuerza corporal superior a la de Comminges, que, además, parecía resentido de las fatigas de la noche anterior. Durante algún tiempo se concretó tan sólo nuestro héroe a parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar Comminges; Bernardo, con gran vista, presentaba siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubría el pecho con la daga. Esta resistencia inesperada irritó a Comminges. Se le vio palidecer; pero en un hombre valiente la palidez no indica sino un exceso de ira... Con gran furor y pericia redobló sus ataques... En uno nuevo batió con suma destreza la espada de Mergy, y se lanzó a fondo sobre su enemigo, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa. La punta del acero tropezó con el pulido amuleto, y el arma resbaló, tomando una dirección oblicua, y, en vez de entrar en los pulmones, no atravesó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros de la primera herida. Y antes de que Comminges pudiese poner de nuevo su espada en guardia, Mergy le hirió en la cabeza con la daga tan violentamente, que perdió el equilibrio y cayó a tierra. Comminges vino al suelo simultáneamente y los dos padrinos les creyeron muertos.

Bernardo se levantó en seguida, y su primer impulso fue recoger su espada, que se le había escapado en la caída... Comminges no se movía... Beville acudió en su socorro y le encontró con el rostro todo cubierto de sangre. Al atajarla vio que la daga había penetrado en un ojo y que su amigo murió instantáneamente, pues que el hierro le debió llegar hasta el cerebro.

Mergy contempló el cadáver, un poco turbado.

-Estás herido, Bernardo -dijo el capitán, yendo a su socorro.

-¿Herido?

Y advirtió entonces por primera vez que su camisa estaba ensangrentada.

-No es nada -dijo el capitán-. La estocada ha resbalado.

Y restañó la sangre con un pañuelo, pidiendo también el de Beville para acabar la cura. Beville dejó caer en la hierba el cuerpo del espadachín y entregó su pañuelo en el acto, así como el de Comminges, recogido del justillo.

-¡Pardiez, amigo! ¡Vaya un golpe! ¡Por mi vida! ¿Qué van a hacer los «refinados» de París si de provincias empiezan a venir muchos jóvenes de vuestra fortaleza? Decidme: ¿Cuántos duelos habéis tenido ya?

-Éste es el primero -respondió Mergy-. Pero, en nombre de Dios, id a socorrer a vuestro amigo.

-Tal como le habéis dejado, no tiene necesidad de socorros; la daga ha entrado hasta el cerebro, y el golpe ha sido tan bueno y con tal fuerza descargado, que... Mirad su ceja y su mejilla; la cazoleta de la daga ha quedado marcada como un sello en la cera.

Mergy sintió un gran temblor en todos sus miembros, y gruesas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Beville recogió la daga y empezó a observar con gran atención la sangre que llenaba las estrías.

-He aquí un instrumento -dijo- a quien el hermano menor de Comminges deberá algo importante. Esta hermosa daga le hace heredero de una soberbia fortuna.

-Vámonos... ¡Llevadme de aquí! -dijo Mergy con voz emocionada, agarrándose al brazo de Jorge.

-No te aflijas tanto -contestó, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el justillo-. Después de todo, el hombre que ha muerto no era digno de que se le llore.

-¡Pobre Comminges! -exclamó Mergy-. ¡Y decir que te ha matado un hombre que se bate por vez primera, a ti que contabas cerca de cien desafíos! ¡Pobre Comminges!

Tal fue el fin de su oración fúnebre.

Al echar una última mirada sobre su amigo, Beville advirtió el reloj del difunto, suspendido sobre el cuello, según la moda de entonces.

-¡Pardiez! -exclamó-. Ya no tienes necesidad de saber la hora.

Y recogiendo el reloj se lo metió en el bolsillo mientras hacía observar que el hermano de Comminges iba a ser suficientemente rico y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Y como viera alejarse a los dos hermanos, exclamó mientras se ponía el justillo con mucha prisa:

-¡Aguardadme! ¡Eh, caballero de Mergy! ¡Que os olvidáis de vuestra daga! Al menos, no dejarla perder.

Y limpiando la hoja con la camisa del muerto, corrió a reunirse con el joven duelista.

-Consolaos, querido -le dijo cuando entraban en la lancha-. No pongáis esa cara afligida. Creedme. En vez de esas lamentaciones, id hoy mismo a casa de vuestra amada y dedicaros a una tarea que, dentro de nueve meses, proporcione a la república un ciudadano, que será compensación ante vuestra conciencia del que acabáis de matar. De todas maneras, el mundo poco habrá perdido con lo que habéis hecho... Vamos, barquero, rema como si fueses a ganar por ello una buena propina... Mirad esos hombres con alabardas que avanzan hacia nosotros... Son los alguaciles que regresan de la torre de Nesle, y no nos conviene encontrarnos con ellos.


[1] Este supuesto de Mérimée me parece arbitrario, pues los desafíos en España fueron individuales hasta el siglo XIX, en que empezó la costumbre del duelo con testigos pasivos.-N. del T.

[2] Batir el hierro, y directo al cuerpo. Tal es la frase con que se designa en la actualidad el golpe por los maestros españoles.-N. del T.