Es la mañana del 25 de diciembre de 1891. Refugiadas del sol, las familias porteñas atraviesan una Navidad aletargada. Una fila de carruajes sale rumbo a las afueras de la ciudad. Sólo unos pocos, a los que el calor no ha dejado dormir bien, la ven pasar, pero no le dan importancia. Los carruajes llegan hasta Morón y allí se detienen en el descampado de un bosque brumoso. Se bajan varios hombres de traje y corbata e inmediatamente se separan en dos grupos. Dudan sobre los pasos a seguir, nadie parece muy seguro de qué hacer. Hasta que se deciden, redactan las actas y señalan el sitio exacto. Dos hombres, que hasta ahora habían permanecido en el interior de sus carruajes, descienden, se quitan sus sacos, arremangan sus camisas blancas y toman las armas. Los sorprende el peso de las mismas: nunca antes habían sostenido un sable entre sus manos. Son hombres de pluma y de pincel.
Los duelistas son, por un lado, Eduardo Schiaffino, conocido pintor argentino, y por el otro, Maximiliano Eugenio Auzón, ignoto pintor de marinas y crítico de profesión, nacido en España y afincado en Buenos Aires hace más de veinte años. Están allí para dirimir una batalla moral: una discusión sobre arte que han sostenido durante varias semanas en sus respectivos periódicos. Y ahora sí, a los sablazos, a la europea, digamos, van a poner fin a la disputa sobre si existe o no un arte nacional. Podrían haber elegido un facón, ya que de nacionalismos se trata, pero cuanto más lejos el adversario, mejor. En el primer asalto, los sables dibujan torpes zetas en el aire pegajoso de la mañana. En el segundo asalto, el crítico Auzón hiere la mano del pintor Schiaffino. El combate se interrumpe, las ofensas se retiran, pero las ideas persisten.
La escena es absurda y, como muchas veces ocurre con lo absurdo, ha ocurrido. “¿Cómo habrá sido ese momento? Ese instante grosero en el que la vida, productora natural de metáforas, construye semejante escena para fundar las nociones de ‘artista’ y ‘crítico’: el crítico, temeroso por su vida y en total torpeza para con la herramienta elegida, hiere al artista en la mano, la mano que sostiene el pincel”, escribe Rafael Spregelburd, el dramaturgo que concibió Apátrida, la obra que lleva este episodio de la historia, patético pero colosal, al teatro.
6 comentarios:
Una manera como otra cualquiera de dirimir discrepancias estéticas...
Un saludo,
Es así como decis Carmen!
Tengo una pregunta, y quizas tu puedas resolvermela. ¿Existe noticia de que en los duelos el ganador pudiera reclamar las armas del perdedor?
Monsieur, le envío un cordial saludo y le invito a usted y a sus amables seguidores visitar este link:
http://vieliteraire.blogspot.mx/2014/05/el-capitan-fracasa-theophile-gautier.html
Como le comenté alguna vez es sobre una novela que le encantará porque trata de duelos de honor.
Recién entro a ver!!! Dama del Lago, si, en la Edad Media existía esa costumbre!
Graciela, visitaremos, claro!
Recién entro a ver!!! Dama del Lago, si, en la Edad Media existía esa costumbre!
Graciela, visitaremos, claro!
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