jueves, 29 de julio de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 4



Nos salteamos algunas paginas y nos metemos ahora en el capítulo IX, titulado "El guante", donde nuestro héroe Mergy, debutará espada en manto con el rival amante de la dama que acaba de conocer.

La corte estaba en el castillo de Madrid. La reina madre, rodeada de sus damas, esperaba en su cámara que el rey viniese a desayunar con ella, antes de montar a caballo. El rey, seguido de los príncipes, atravesó lentamente una galería donde aguardaban cuantos debían acompañarle a la cacería. Oía con distracción las flores de los cortesanos y contestaba con brusquedad. Al pasar delante de los dos hermanos, el capitán hincó la rodilla y presentó al nuevo teniente. Mergy se inclinó con gran respeto y dio gracias a su majestad por el honor que acababa de recibir sin merecerlo.

-¡Ah! ¿Sois vos el caballero de quien me ha hablado mi señor, el almirante? ¿El hermano del capitán Jorge?

-Sí, señor.

-¿Sois católico o hugonote?

-Señor, soy protestante.

-No lo he preguntado más que por curiosidad, pues me importa un ardite la religión que tengan los que me sirven bien...

El rey, después de pronunciar estas palabras memorables, entró en busca de la reina.

Un enjambre de mujeres pululaba por la galería, pareciendo enviadas para que perdiesen la paciencia los caballeros. No quiero hablar sino de una sola de las beldades de una corte fértil en bellezas; me refiero a la condesa de Turgis, que desempeña un gran papel en nuestra historia. Se había puesto un traje de amazona, a la vez ligero y galante, y no llevaba el odioso velo. Su tez de una blancura deslumbradora, pero uniformemente pálida, hacía resaltar sus cabellos negro azabache; las cejas arqueadas, que por la extremidad se tocaban ligeramente, comunicaban a su fisonomía un aire de dureza, o más bien de orgullo, sin quitar ninguna gracia al conjunto de los rasgos. En sus grandes ojos azules no se observaba sino una expresión de fiereza peligrosa, y en una conversación animada se veía pronto que sus pupilas se engrandecían y dilataban como las de un gato; sus miradas quemaban como el fuego, y era muy difícil, hasta para un habituado hombre de mundo, sostener algún tiempo la acción mágica de sus ojos.

-¡La condesa de Turgis! ¡Qué bonita está hoy! -murmuraron los cortesanos, procurando acercarse para verla mejor.

Mergy, que se encontraba a su paso, quedó tan encantado de aquella belleza, que permaneció inmóvil, y no se le ocurrió volver a la fila para dejar camino hasta que tocaron su justillo las enormes mangas de seda de la condesa.

Notó ella esta emoción, acaso con placer, y se dignó fijar un instante sus bellos ojos sobre los de Mergy, que bajó los suyos rápidamente, mientras sus mejillas se cubrían de púrpura. La condesa sonrió, y al pasar dejó caer uno de sus guantes al lado de nuestro héroe, que, inmóvil, azorado, no pensó en recogerlo. Pronto un hombre joven y rubio -no podía ser otro que Comminges-, que se encontraba detrás de Mergy, le empujó con rudeza para adelantársele, y asiendo el guante, y después de besarlo con respeto, lo entregó a la de Turgis. Ésta, sin dar las gracias, se volvió a Mergy, a quien contempló un instante con expresión de desprecio; luego llamó a su lado al capitán Jorge.

-¡Capitán! -dijo en voz alta-. ¿Quién es ese pazguato? Seguramente que será hugonote, a juzgar por su cortesía.

Una carcajada general acabó de desconcertar al desgraciado Mergy.

-Es mi hermano, señora -respondió Jorge un poco más bajo-. No lleva en París más que tres días; pero os juro por mi honor que no es tan torpe como lo era Lannoy antes de que os encargaseis de educarlo.

La condesa pareció molestada.

-Capitán, ésa es una fea galantería. No habléis mal de los muertos. Venid. Dadme la mano. Os tengo que hablar de una dama que no está muy contenta de vos.

Jorge tomó respetuosamente su mano y la condujo hacia un alejado rincón de una ventana, y al marchar lanzó ella otra mirada sobre Mergy.

Deslumbrado todavía por la aparición de la condesa, a la que tenía miedo de ver, por lo cual continuaba con los ojos fijos en el suelo. Mergy sintió que le golpeaban cariñosamente en la espalda. Al volverse se encontró con el barón de Vandreuil, que, agarrándole de la mano, le separó de los cortesanos para poder hablar sin ser interrumpido.

-Mi querido amigo -dijo-, no conocéis todavía nuestras costumbres, y quizá ignoréis cómo debéis de conduciros.

Mergy le miró con aire de asombro.

-Vuestro hermano está ocupado y no puede aconsejaros; si lo permitís, le reemplazaré yo.

-No sé, caballero; no sé...

-Habéis sido gravemente ofendido, y al ver esta actitud pasiva, creo que no pensáis en buscar los medios de venganza.

-¿Vengarme? ¿De qué? -preguntó Mergy, rojo hasta en el blanco de los ojos.

-¿No os ha tropezado Comminges hace un momento con rudeza? Toda la corte ha presenciado la ofensa y espera un acto de vuestra energía.

-Pero -dijo Mergy- en una galería donde hay tanta gente nada tiene de extraño que alguno me haya tropezado involuntariamente.

-Caballero de Mergy, no tengo el honor de ser antiguo amigo vuestro; pero lo es vuestro hermano, y él os podrá decir que yo practico, tanto como me es posible, el divino precepto de olvidar las injurias. Por lo tanto, no quisiera meteros en una contienda; pero al mismo tiempo creo que mi deber es deciros que Comminges no os ha tropezado por inadvertencia. Lo ha hecho para afrentaros, y si no os tropieza habría buscado otra ofensa. Después, al recoger el guante de la de Turgis, usurpó un derecho que no correspondía más que a vos. El guante se hallaba a vuestros pies; ergo a vos sólo correspondía recogerlo y entregarlo. Además, mirad al final de la galería y hallaréis a Comminges que os muestra con el dedo y se burla de vos.

Mergy volvió la cabeza y advirtió a Comminges rodeado de cuatro o cinco señores, a quienes contaba riendo alguna cosa que parecían oír con mucha curiosidad. Nada probaba que se tratase de Bernardo; pero ante la afirmación de su caritativo consejero, sintió nuestro héroe que se agitaba una violenta cólera en su corazón.

-Iré a buscarle después de la cacería -dijo- y le hablaré del asunto.

-¡Oh! No demoréis nunca una resolución, y tened en cuenta que ofendéis menos a Dios llamando a vuestro adversario inmediatamente después de la injuria que haciéndolo cuando ha habido tiempo de reflexionar. En un momento de arrebato -que no es más que un pecado venial- se debe provocar a un enemigo, y si se bate uno pronto no se comete un pecado muy grande. Pero olvido que estoy hablando a un protestante. Creedme, sin embargo, que os conviene llamarle en seguida.

-¿Supongo que no se negará a darme las excusas que merezco?

-En eso, querido amigo, estáis equivocado. Comminges no ha dicho nunca: «Perdón; he sido injusto.» Pero es un hombre muy galante y os dará una satisfacción.

Mergy hizo esfuerzos para dominarse y adoptar un aire de indiferencia.

-Si he sido insultado me dará la satisfacción; cualquiera que sea, yo sabré exigirla.

-Muy bien; sois un bravo. Me gusta veros tan audaz, tanto más que no ignoráis que Comminges es una de nuestras mejores espadas. ¡Pardiez! Es un hombre que sabe tener un arma en la mano. Tomó en Roma lecciones de Brambilla, y «Juan el Pequeño» no se atreve a tirar con él.

Y al hablar así, miraba con atención la pálida figura de Mergy, que, sin embargo, parecía más emocionado por la ofensa que miedoso ante sus resultas.

-Me gustaría serviros de padrino; pero además de que comulgo mañana, estoy comprometido con M. de Rheincy, y sólo contra él puedo sacar mi espada[1].

-Os lo agradezco, caballero. Si llega el caso, mi hermano será el testigo.

-El capitán conoce admirablemente esta clase de asuntos. Ahora os voy a traer a Comminges para que os expliquéis con él.

Mergy se inclinó, y volviéndose hacia la pared, pensó la forma del reto, procurando al mismo tiempo que su rostro adquiriese una expresión digna.

Se necesita una cierta gracia para provocar un duelo, y no se adquiere al igual que tantas cosas, sino por la costumbre. Era la primera cuestión personal de nuestro héroe, y, por consecuencia, tuvo un instante de emoción; pero sentía ya menos miedo a recibir una estocada que a decir algo que fuese impropio de un caballero. Cuando apenas si tenía preparada una frase dura y concisa, se presentó el barón de Vandreuil con su enemigo.


[1] Era una regla general entre los refinados no entablar ningún nuevo lance mientras no estuviese resuelto otro anterior.

miércoles, 7 de julio de 2010

CRÓNICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 3


Y bueno, iba todo lindo con los amigos, los hermanos que se reencuentran y todo eso, pero costumbres son costumbres, y cuando el honor de una dama está de por medio, en la Francia del siglo XVI era algo grave.

Mergy, que había tomado asiento al lado del barón de Vandreuil, observó que éste, al ocupar su sitio, hizo el signo de la cruz, y musitó, teniendo los ojos cerrados, esta singularísima oración:

¡Sans Deo, pax vivis, salutem defunctis, et beata viscera virginis Mariae quae porfaverunt Aeterni Patris Filium!

-¿Sabéis el latín, barón? -preguntó Mergy.

-¿Habéis escuchado mi rezo?

-Sí; pero os confesaré que no lo he comprendido.

-A decir verdad, yo no sé latín; y apenas si entiendo una palabra del sentido de esa oración; pero me la enseñó una de mis tías, teniéndola por muy milagrosa, y yo puedo asegurar que me ha hecho muy buenos servicios.

-Me parece que esos latinajos son muy católicos, y, por tanto, nosotros, los hugonotes, no podemos comprenderlos.

-¡A pagar la multa! ¡A pagar la multa! -gritaron a la vez Jorge y Beville. Mergy la pagó de buena gana, y en la mesa fueron servidas nuevas botellas, cuyo vino aumentó el excelente humor de la alegre compañía.

La conversación se hizo cada vez más bulliciosa y Mergy se aprovechó del tumulto para hablar con su hermano, sin prestar atención a lo que pasaba a su alrededor. Pero al segundo plato les sacó de su aparte el rumor de una violenta disputa que acababa de estallar entre dos comensales.

-¡Eso es falso! -gritaba el caballero de Rheincy.

-¿Falso? -dijo Vandreuil.

Y su rostro, que era de natural pálido, se puso como el de un cadáver.

-Es la más virtuosa, la más santa de las mujeres -prosiguió el caballero.

Vandreuil sonrió con amargura, encogiéndose de hombros. Todas las miradas estaban fijas en los autores de esta escena, y cada uno parecía querer esperar, en una neutralidad silenciosa, el resultado de la disputa.

-¿De qué se trata, caballeros? ¿A qué viene ese alboroto? -preguntó el capitán, deseoso, según su costumbre, de oponerse a cualquier atentado contra la buena armonía.

-Nuestro amigo Rheincy -respondió tranquilamente Beville- pretende que la señora de Sillery, de la cual se halla enamorado, es muy virtuosa, mientras que el barón afirma que es una cualquiera.

Una carcajada general, que estalló al oír tales palabras, aumentó el furor de Rheincy, que miraba con los ojos inflamados de rabia a Vandreuil y Beville.

-Puedo mostrar una carta -dijo el barón.

-Te desafío a que lo hagas -gritó el caballero.

-¡Bien! -dijo Vandreuil, con tono burlón y desdeñoso-. Voy a leer una de sus cartas a estos caballeros. Quizá conozcan su letra tan bien como yo, pues no tengo la pretensión de creerme el único hombre agraciado por sus billetitos y sus encantos. He aquí una carta que hoy mismo me ha enviado ella.

Y empezó a escudriñar en sus bolsillos a la rebusca del billete.

-¡Mientes! ¡Mientes!

La mesa era muy ancha para que la mano del barón pudiera alcanzar a su contrario, que se hallaba enfrente de él.

-¡Te haré pagar muy caro ese insulto! -gritó.

Y, acompañando la acción a la palabra, le arrojó una botella a la cabeza. Rheincy pudo eludir el golpe, y, derribando la silla en su precipitación, corrió a descolgar su espada de la pared.

Todos se levantaron; unos, para intervenir en la quimera, y la mayor parte, por la precaución de no estar muy cerca.

-¡Deteneos! ¿Estáis locos? -exclamó Jorge, colocándose delante del barón, por tenerle más próximo-. ¿Se van a batir dos buenos amigos por una despreciable mujerzuela?

-Una botella arrojada a la cabeza equivale a un bofetón -decía fríamente Beville-. ¡Vamos, caballeros! ¡A desenvainar las tizonas!

-¡Hacer plaza! ¡Hacer plaza! ¡Y a pelear con limpieza! -gritaron casi todos los jóvenes.

-¡Hala, Juanito!... Cierra la puerta -dijo indolentemente el hostelero, acostumbrado a presenciar escenas semejantes-. Si los arcabuceros del rey pasasen en este momento, interrumpirían a esos caballeros, y perjudicarían mi casa.

-¿Pero vais a batiros en un comedor de hostería como si fuerais soldados borrachos? -prosiguió Jorge, deseoso de ganar tiempo-. Esperad al menos a mañana.

-¿Hasta mañana?... Pues bien, sea -dijo Rheincy.

E hizo ademán de envainar la espada.

-¿Hay miedo, caballerito? -contestó Vandreuil.

Rápido Rheincy, separando a cuantos obstruían su ataque, se lanzó sobre su enemigo. Los dos se acometieron con grande ímpetu; pero Vandreuil había tenido tiempo de arrollarse una servilleta al brazo izquierdo y se valía de ella, con mucha habilidad, para evitar los golpes de filo, mientras que Rheincy, el cual había olvidado tal precaución, se encontraba en situación desigual, y fue ligeramente herido en los primeros asaltos. Sin embargo, no dejaba de pelear con gran valentía. Llamó a sus lacayos y les pidió que le trajesen su daga; pero Beville los detuvo, manifestando que como Vandreuil carecía de ese arma, su adversario no podía, pues, usarla noblemente. Algunos amigos de Rheincy protestaron contra ello; cambiáronse palabras fuertes, y es seguro que el duelo habría concluido con un combate general si Vandrauil no se desembarazase a escape de su adversario, hiriéndole en el pecho con una estocada hábil y peligrosa. En el acto colocó un pie sobre la espada de Rheincy, para impedirle que la recogiera, y levantó la suya, con objeto de dar el golpe de gracia mortal, pues las costumbres de los desafíos permitían en aquel entonces atrocidad tan cobarde.

-¡Herir a un enemigo desarmado! -exclamó Jorge.

Y arrancó la espada al barón.

La herida del caballero no era mortal; pero ya iba perdiendo mucha sangre. Se fue atajándola, lo mejor que se pudo, con las servilletas, mientras que el herido, con una risa forzada, decía entre dientes que el asunto no había terminado.

En seguida acudieron un fraile y un cirujano, disputándose cuál debía atender antes al paciente. El cirujano fue al fin el preferido, e hizo transportar al enfermo hasta la orilla del Sena, desde donde se le condujo en una barca hasta su casa...

Mientras que los criados se llevaban las servilletas ensangrentadas y limpiaban el pavimento, rojo de la sangre vertida, fueron colocándose nuevas botellas sobre la mesa... Vandreuil, después de limpiar cuidadosamente su espada, la envainó, hizo el signo de la cruz, y, con una imperturbable sangre fría, sacó de su bolsillo una carta, suplicó silencio y leyó la primera línea, cuyas palabras produjeron enormes carcajadas:

«Querido: Ese fastidioso caballero que me persigue...»

-Salgamos de aquí -dijo Mergy a su hermano, con una expresión de disgusto.

El capitán le siguió... La carta absorbía la atención de todos, y no fue notada la ausencia de los hermanos.