miércoles, 23 de junio de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 2


Continuamos recorriendo el capítulo III "La juventud cortesana", de este magnífico libro de Mermiè.

Una mujer, alta de cuerpo, montada en una mula blanca, que conducía un escudero, y seguida de dos lacayos, llamó la atención de Mergy; el traje se ajustaba a la última moda y sus fuertes bordados le obligaban a una actitud de rigidez. Debía de ser muy bonita, aparentemente, pues es sabido que en aquellos tiempos las señoras principales no salían a la calle sino con el rostro cubierto con un velo; el suyo era de terciopelo negro. Sin embargo, se veía, o más bien se adivinaba, por las aberturas de los ojos, que debía de tener el cutis de una maravillosa blancura y los ojos de un azul intenso.

Al pasar delante de la juventud cortesana aligeró el paso de la mula y pareció mirar con cierta atención a Mergy, cuya figura le era desconocida. A su paso, las plumas de todos los sombreros rozaban la tierra, y ella, para contestar a tanto saludo que le dirigían sus admiradores, inclinaba la cabeza con un ligero y gracioso movimiento. Mientras ella se alejaba, un suave golpe de viento hizo levantar los bajos de su hermoso y largo vestido de satén, dejando ver un instante, que era toda una promesa, un zapatito de terciopelo blanco y algunas pulgadas de sus medias de seda color rosa.

-¿Quién es esta dama a quien todo el mundo saluda? -preguntó Mergy con curiosidad.

-¡Ya te has enamorado! -exclamó Beville-. Esta mujer acapara a todo el mundo. Lo mismo los hugonotes que los papistas se enamoran de la condesa Diana de Turgis.

-Es una de las bellezas de la corte -añadió Jorge-; de las más peligrosas Circes para los hombres galantes. Pero, ¡mala peste!, una de las ciudadelas más difíciles de conquistar.

-¿También es causa de muchos desafíos? -preguntó Jorge riendo.

-¡Oh! Los cuenta por veintenas -respondió el barón de Vandreuil-; pero lo gracioso es que ella misma ha querido batirse. Envió un reto en las formas habituales a una amiga que se le había adelantado en cierto asunto.

-¡Qué divertido! -exclamó Mergy.

-No hubiera sido la primera dama de la corte que sufriera un percance -dijo Jorge-. El reto lo envió en regla y con buen estilo a la señora de Sainte-Foix, provocándola a un combate a muerte, a espada y daga, y en camisa, como hacen los duelistas «refinados»[1].

-Me hubiera gustado mucho ser el testigo de esas damas, para poder verlas en camisa -dijo el caballero de Rheincy.

-¿Y se efectuó el duelo? -preguntó Mergy.

-No -respondió el capitán-. Se las reconcilió.

-Sí fue el mismo Jorge quien las reconcilió -dijo Vandreuil-; era entonces el amante de la Sainte-Foix.

-¡Cállate! ¡No hables de eso! -suplicó Jorge con un tono de hombre discreto.

-A la de Turgis le pasa lo que a Vandreuil -dijo Beville-. Hace una mezcolanza con la religión y las costumbres de la época; quiso batirse en duelo, que es un pecado mortal, y oye dos misas diarias.

-No te ocupes de las misas que podamos oír -exclamó Vandreuil.

-Sí, va a misa ella todos los días -expuso Rheincy-; pero es para dejarse ver sin velo.

-Por ese único motivo me parece que van tantas mujeres a misa -observó Mergy, encantado de encontrar un motivo de menosprecio para una religión que no profesaba.

-Y al sermón hugonote -añadió Beville-: pues cuando concluye se apagan las luces, y entonces ocurren cosas muy bonitas. Por los sermones siento envidia de los luteranos.

-¿Pero creéis esos cuentos absurdos? -exclamó Mergy en tono despectivo.

-¡Que si lo creo! Nuestro amigo Ferrand iba a los sermones en Orleans para ver a la esposa de un cierto notario. ¡Una mujer soberbia! ¡Se me hace la boca miel recordándola! No la podía ver más que allí. Por fortuna, un hugonote conocido suyo le indicó un sitio para entrevistarse con ella en la iglesia reformista... Fue a los sermones, y ¡figuraos si nuestra camarada en aquella obscuridad emplearía mal el tiempo!

-Eso es imposible -Dijo Mergy secamente.

-¿Imposible? ¿Y por qué?

-Porque un protestante no hará nunca la bajeza de llevar a su templo a un papista.

Esta respuesta produjo una explosión de carcajadas.

-¡Ah! ¡Ah! -dijo el barón de Vandreuil-. ¿Creéis que un hugonote no puede ser ladrón, traidor o ducho en terceras?

-Este hombre ha caído de la Luna -exclamó Rheincy.

-Por mi parte -dijo Beville-, si quisiera hacer una jugarreta a un hugonote, me dirigiría a su pastor como medio para no perder el tiempo.

-¿Será, sin duda -respondió Mergy-, porque vuestros sacerdotes están habituados a hacer semejantes papeles?

-Nuestros sacerdotes... -dijo Vandreuil, rugiendo de ira.

-Concluid esas enojosas discusiones -interrumpió Jorge, advirtiendo el tono agrio de cada uno-; dejad todas esas gazmoñerías sectarias. Propongo que el primero que pronuncie las palabras papista, hugonote, protestante o católico, sufra una fuerte multa.

-¡Aprobado! -exclamó Beville-. Y que se le obligue a invitarnos a vino de Cahors en la hostería adonde vamos a comer.

Hubo un momento de silencio.

-Después de la muerte del pobre Lannoy, a la de Turgis no se le ha conocido ningún amante -dijo Jorge, deseoso de evitar las discusiones teológicas-. ¿Quién será capaz de afirmar que una parisiense carece de amante? -exclamó Beville-; lo único seguro es que Comminges tiene bien estrechado el cerco.

-Por esa causa Navarrete ha abandonado la conquista -dijo Vandreuil-; parece tener miedo de su terrible rival.

-¿Es celoso Comminges? -preguntó el capitán.

-Como un tigre, y está decidido a matar a cuantos galanteen a la hermosa condesa; de modo que si no quiere quedarse sin amante, se conformará con Comminges.

-¿Pero quién es ese hombre formidable? -preguntó Mergy, que experimentaba, sin darse cuenta, una vivísima curiosidad por cuanto de cerca o de lejos se refiriera a la condesa de Turgis.

-Es uno de nuestros más famosos refinados -respondió Rheincy-. Y como acabáis de llegar de provincias, os voy a explicar lo que significa esa palabra. Un refinado es el más perfecto de los hombres de mundo; un caballero que se bate porque otro ha tocado su capa con la suya, por haber recibido un pequeño pisotón o por otros motivos tan fútiles y arbitrarios.

-Comminges -dijo Vandreuil- llevó un día un hombre a Pré-aux-Clercs[2]; se quitaron sus justillos y tiraron de espada. «¿Eres tú Berny de Auvernia?» -preguntó Comminges. «No -respondió el otro-. Me llamo Villequier, y soy de Normandía.» «Te tomé por otro -respondió Comminges-; pero, ya que te provoqué, es necesario que nos batamos...» Y lo mató bravamente.

Cada uno de los jóvenes citó algún rasgo de la destreza o las provocaciones de Comminges. La materia era abundante, y en esta conversación siguieron hasta llegar a la hostería de More, situada fuera de la ciudad, en medio de un jardín, y muy cerca del sitio donde se estaba construyendo las Tullerías, obra que comenzó en 1564. Muchos jóvenes de la amistad de Jorge y de sus compañeros fueron encontrados en el camino, y se unieron al grupo, sentándose todos a la mesa en numerosa y bulliciosa camaradería.


[1] Entonces se llamaban refinados los grandes espadachines.

[2] Lugar clásico en aquel entonces para los duelos. La Pré-aux-Clercs se hallaba enfrente del Louvre, en un terreno comprendido entre las calles de Petits Augustins y Bac.

jueves, 17 de junio de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 1


Me gustó esto de no sólo transcribir el texto de un duelo, sino todo el entorno, así que ahora comienzo con fragmentos de la obra de Próspero Merimé titulada "Crónica del Reinado de Carlos IX" o "El Hugonote".
Mergy, un caballero protestante, se reencuentra con su hermano Jorge, convertido al catolicismo, y los acontecimientos se irán sucediendo en los tiempos previos a la matanza de San Bartolomé.

Parecían los jóvenes de excelente humor, a juzgar por sus carcajadas continuas. Si una mujer elegante pasaba ante ellos, la dirigían un saludo, mezcla de cortesía e impertinencia; otros de estos muchachos parecían tener un gran regocijo en dar fuertes codazos a los graves burgueses, que se retiraban murmurando por lo bajo miles de imprecaciones contra la insolencia de los cortesanos. De todos estos jóvenes no había más que uno que caminaba con la cabeza baja y parecía no querer tomar parte en las diversiones.

-¡Pero, Jorge, por Dios! -exclamó uno del grupo, golpeándole la espalda-, ¿qué es lo que te pasa? Hace un cuarto de hora largo que no has abierto la boca. ¿Es que has decidido hacerte cartujo?

El nombre Jorge hizo estremecerse a Bernardo; pero no pudo escuchar la respuesta de la persona a quien iban dirigidas esas palabras.

-Me apuesto cien pistolas -dijo el mismo caballero- a que se halla enamorado de algún dragón de virtud. ¡Pobre amigo! Te compadezco. Sí que es tener desgracia enamorarse en París de una mujer poco accesible.

-Vete a casa del hechicero Rudbeck -añadió otro- y te dará un filtro para hacerte amar.

-Acaso -indicó un tercero- nuestro amigo el capitán se ha enamorado de una monja. Estos diablos de hugonotes, convertidos o no, gustan mucho de las esposas del Señor.

Una voz, que Mergy reconoció al instante, respondió con tristeza:

-¡Pardiez! No estaría tan triste si se tratara de asuntos amorosos; pero -añadió más bajo- ha llegado Pons, al que envié con una carta para mi padre, y me dice que aquél persiste en no querer que le hablen de mí.

-Tu padre es de la vieja cepa -añadió otro de los jóvenes-. ¡Es uno de esos antiguos hugonotes que son indomables!

En aquel momento, el capitán Jorge, que volvió la cabeza por azar, advirtió a Bernardo. Dando un grito de sorpresa se fue hacia él con los brazos abiertos. Mergy no dudó un instante y le recibió en los suyos, estrechándole contra su pecho. Tal vez si aquel encuentro no hubiera sido imprevisto, ellos habrían procurado mostrarse un poco indiferentes; pero la casualidad devolvió a la naturaleza todos sus derechos. Y empezaron a tratarse como amigos que no se ven después de un largo viaje.

Luego de los abrazos y de las primeras palabras, Jorge se volvió hacia sus compañeros, que se habían detenido para contemplar la escena, y les dijo:

-Caballeros, acabo de tener un encuentro inesperado. Perdonadme si me he separado de vosotros para abrazar a un hermano que no había visto desde hace siete años.

-¡Pardiez! Nosotros no permitiremos que nos abandones hoy. La comida está dispuesta, y es necesario que no faltes.

Y el que hablaba así le agarraba al mismo tiempo de la capa para no dejarle escapar.

-Beville tiene razón -añadió otro-, y no estamos dispuestos a tolerar que te vayas.

-¡Eh, pues buena dificultad! -replicó Beville-. Que tu hermano venga a comer con nosotros. En vez de un buen compañero tendremos dos.

-Disculpadme, caballeros -dijo entonces Mergy-; pero hoy tengo tantas cosas que hacer... Debo enviar unas cartas...

-Dejadlo para mañana.

-Me es necesario que salgan esta noche... Y -añadió Mergy, sonriendo y un poco avergonzado- os confesaré que me hallo sin dinero, y que me es indispensable ir a buscarlo.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Bonita excusa! -exclamaron todos a la vez-. No podríamos permitir que rehusaseis comer con unos caballeros cristianos para ir a tomar préstamo de un judío.

-¡Tened, querido amigo! -dijo Beville, sacando con cierta afectación una gruesa bolsa de seda-. Fiaros de mí como de vuestro propio administrador. El juego me ha tratado bien estos últimos días.

-¡Vamos! ¡Vamos! No nos detengamos más, y a comer, que la comida nos espera -dijeron varios.

El capitán, todavía indeciso, miraba a su hermano.

-¡Bah! -dijo al fin-, ya tendrás tiempo suficiente para escribir tus cartas. Respecto al dinero, yo lo tengo. De modo que vente con nosotros, y así empezarás a hacer conocimiento con la vida de París.

Mergy se dejó llevar. Su hermano le fue presentando a sus amigos, uno después de otro: el barón de Vandreuil, el caballero de Rheincy, el vizconde de Beville, etc., los cuales recibieron con palabras cariñosas al recién venido, quien se vio obligado a abrazar a todos. Beville fue el último.

-¡Oh! ¡Oh! -exclamó al hacerlo-. Por mi vida, camarada, yo percibo cierto olor herético. Apostaría mi silla de oro contra una pistola a que sois muy religioso.

-Es cierto, caballero. Aunque no estoy seguro de ser tan buen religioso como aseguráis, y es mi obligación.

-¡Ved si no sé distinguir un hugonote entre mil personas! ¡Mal rayo! Qué aire más serio ponen estos caballeros cuando se les habla de su religión.

-Me parece que no se debe hablar nunca en broma de una cosa tan seria.

-M. de Mergy tiene razón -dijo el barón de Vandreuil-, y a vos, Beville, os producirán desgracia vuestras feas burlas de las cosas sagradas.

-¡Mirad el carita de santo, por dónde sale! -dijo Beville-; es el más taimado libertino de todos nosotros, y de vez en cuando se cree en el caso de predicarnos un sermón.

-Dejadme ser lo que sea, Beville -dijo Vandreuil-. Si me entrego al libertinaje es porque no puedo domar mi carne; pero respeto cuanto es respetable.

-Pues yo sólo respeto mucho... a mi madre, que es la única mujer virtuosa que he conocido. Los hombres, querido, que se llamen católicos, hugonotes, papistas, judíos o turcos, los creo todos unos. Me preocupo de ellos lo mismo que de una espuela rota.

-¡Impío! -murmuró Vandreuil. E hizo el signo de la cruz sobre su boca, limpiándosela después varias veces con el pañuelo.

-Debes saber, Bernardo -dijo el capitán Jorge-, que entre nosotros no hallarás disputas como aquellas que entablaba nuestro sabio maestro Teobaldo Wolfrteinius. Hacemos poco caso de conversaciones teológicas, y, a Dios gracias, solemos emplear mejor nuestro tiempo.

-Acaso -respondió Mergy con un poco de amargura- hubiera sido preferible para ti que escucharas más atentamente las doctas disertaciones del digno pastor que acabas de nombrar.

-Deja este asunto, hermanito; quizá te hable de ello más tarde; sé que tienes de mí una opinión... No importa... Pero no estamos aquí para hablar de estas cosas... No dudes que soy un hombre honrado, y tú lo comprenderás algún día... Mas ahora no debemos pensar sino en divertirnos.

Y se pasó la mano por la frente como para desechar una idea penosa.

-¡Mi buen hermano! -le dijo por lo bajo Mergy, estrechándole la diestra. Jorge se la apretó mucho, y ambos se apresuraron a reunirse con sus compañeros, que les precedían algunos pasos.

Al transitar delante del Louvre, de donde salían señores vestidos con gran lujo, el capitán y sus amigos saludaban o abrazaban a casi todos ellos. Al mismo tiempo iban presentando a Mergy, el cual hizo conocimiento en un instante con infinidad de personajes célebres de la época, averiguando también sus motes -porque entonces cada hombre tenía el suyo-, así como las historias escandalosas que a cada cual le achacaban.

-¿Veis -dijo uno- a ese consejero pálido y amarillo? Es Petrus de finibus; en francés, Pedro Seguier, que, en cuanto emprende, se da tan buena maña, que consigue siempre lo que se ha propuesto. He aquí al capitancete Quemabamos. Thoré de Montmorency; ahora viene el arzobispo de las Botellas[1], que todavía puede tenerse derecho sobre la mula, porque no ha llegado la hora de la comida. Este que veis es un héroe de vuestro partido, el bravo conde de la Rochefoucauld, llamado de sobrenombre el enemigo de las coles, pues en la última guerra hizo arcabucear un campo de esas hortalizas creyendo que eran soldados contrarios.

Antes de un cuarto de hora, Mergy averiguó el nombre de los amantes de casi todas las damas de la corte y el número de los duelos que la belleza de éstas había motivado. Se dio cuenta de que la reputación de una dama era proporcional con los muertos que produjeran sus encantos. Así, madame de Courteval, cuyo amante mató a dos de sus rivales, tenía una mayor consideración social que la pobre condesa de Pomerande, que no había dado ocasión sino a un duelo insignificante, resuelto con una herida leve.


[1] El arzobispo de Suiza.

domingo, 6 de junio de 2010

LA HIJA DEL CAPITAN. Parte 8



Hasta la entrada anterior era el capitulo IV "El Duelo", pero ya a partir de ahora pasa a ser el capítulo V "El Amor", donde pondremos fin a la historia que venimos contando sobre esta novela interesantisima de Pushkin.
La intención es mostrar todo lo que envuelve a un duelo, que es mucho más interesante que el combate en sí.

Al recobrar el sentido no pude, durante algún tiempo, recordar lo sucedido. Estaba tendido en una cama, en una habitación desconocida, y sentía una gran debilidad. A mi lado se hallaba Savélich vela en mano, y alguien deshacía cuidadosamente el vendaje que ceñía mi pecho y mi hombro. Poco a poco se me aclararon las ideas y me acordé del duelo y comprendí que estaba herido. En aquel instante rechinó la puerta y una voz como un susurro, que al oírla me hizo estremecer, inquirió:

- ¿Qué? ¿Cómo sigue?

- Igual – respondió Savélich dando un suspiro -; lleva cinco días sin recobrar el conocimiento.

Quise darme una vuelta en la cama, pero no pude.

- ¿Dónde estoy? ¿Quién hay aquí? – pregunté, haciendo un esfuerzo.

María Ivánovna se acercó al lecho e inclinándose hacia mí, dijo:

- ¿Cómo se siente?

- Doy gracias a Dios – contesté con voz débil - ; ¿Es usted, María Ivánovna? Dígame… - no pude seguir, y callé.

Savélich, aliviado, volvió a suspirar. La alegría se reflejaba en su rostro.

- ¡Ha vuelto en sí! ¡Ha vuelto en sí! – repetía -. ¡Gracias a ti, Señor de los cielos! ¡Ay, Piotr Andréyevich, qué susto me has dado! ¿Te sientes bien? ¡Se dice pronto, cinco días!...

María Ivánovna interrumpió sus exclamaciones diciendo:

- No le hables mucho, Savélich; todavía está muy débil.

Y, saliendo despacito, cerró con cuidado la puerta.

Mis pensamientos comenzaron a agitarse. Resultaba, pues, que estaba en la casa del comandante y que me cuidaba María Ivánovna. Quise hacerle a Savélich algunas preguntas, pero el viejo meneó rápidamente la cabeza y se tapó los oídos. Cerré despechado los ojos y pronto reanudé el sueño.

Cuando desperté llamé a Savélich y, en lugar suyo, vi ante mí a María Ivánovna, que me saludaba con su voz angelical. Imposible describir la dulce emoción que me embargó en ese instante. Cogí su mano, la estreché contra mí y, enternecido, la cubrí de lágrimas. Masha no la retiró…, y, de repente, aplicó los labios a mi mejilla y sentí un beso ardiente y puro. Una oleada de fuego recorrió mi cuerpo.

- ¡Amor mío! ¡María adorada! – exclamé -. ¡Se mi esposa! ¡Hazme feliz!

- Cálmese, por amor de Dios; todavía corre peligro…, puede abrírsele la herida. Cuídese, aunque sólo sea por mí.

Dicho esto se retiró, dejándome extasiado.

La dicha me hizo revivir. ¡Será mía! ¡Me ama! Este pensamiento llenaba todo mi ser.