domingo, 15 de agosto de 2010

CRONICA DEL REINADO DE CARLOS IX. Parte 5


Aquí podemos observar como se hacía un desafío en forma discreta, y continuar como si nada hubiera pasado.


Comminges, con el sombrero en la mano, se inclinó con una cortesía impertinente, y con voz melosa, dijo:

-¿Deseabais hablarme, caballero?

La ira le hizo sentir a Mergy la sangre en el rostro, y respondió en el acto con una voz más dura de lo que esperaba.

-Os habéis conducido conmigo de manera impertinente y deseo de vos una satisfacción.

Vandreuil hizo un signo de aprobación. Comminges se irguió, y colocando la mano en la cadera, postura de rigor en esos casos, dijo con mucha gravedad:

-Como sois el que demanda, caballero, me corresponde a mí la elección de armas.

-Elegid las que prefiráis.

Comminges pareció reflexionar un momento.

-El sable con punta y dos filos es buen arma; pero sus heridas nos pueden desfigurar, y a nuestra edad -añadió, sonriendo- no gusta a las amadas vernos una gran cicatriz en medio del rostro. La espada no hace más que un pequeño agujero, pero es suficiente -y sonreía al decir estas palabras-. Escojo, pues, la espada y la daga.

-¡Muy bien -dijo Mergy.

Y dio un paso para marcharse.

-Un instante -exclamó Vandreuil-; os olvidáis de convenir el sitio.

-En el Pré-aux-Clercs se bate toda la corte. ¡Pero si este caballero prefiere otro sitio!...

-En el Pré-aux-Clercs, sea.

-En cuanto a la hora... Yo mañana no me levantaré hasta las ocho, por ciertas razones. No duermo en casa esta noche y no podré ir al Pré hasta las nueve.

-A las nueve, pues.

Al volver los ojos Mergy se encontró con la condesa de Turgis, que venía de dejar al capitán entregado en una conversación con otra dama. A la vista de la bella, culpable de la cuestión, nuestro héroe procuró adoptar una actitud de gravedad y fingida indiferencia.

-Desde hace algún tiempo está de moda batirse con calzas rojas -dijo Vandreuil-; si no las tenéis, yo os las podré proporcionar. La sangre se confunde con la ropa y resulta más apropiado.

-Me parece una puerilidad -dijo Comminges.

Mergy sonrió de mala gana.

-Bien, amigos -añadió el barón-; ya no falta más que convenir cuáles han de ser los padrinos[1].

-Como este caballero es nuevo en la corte, le será difícil encontrar un segundo padrino; pero, por condescendencia, me contentaré con uno solamente.

Mergy, con algún esfuerzo, insinuó una sonrisa.

-No se puede ser más cortés -dijo el barón-. Es muy agradable tener una cuestión con un caballero tan correcto y tan acomodaticio como monsieur de Comminges.

-Como tendréis necesidad de una espada del mismo tamaño que la mía, os recomiendo la tienda de Laurent, en la calle de la Ferronière: es el mejor armero de la ciudad. Decidle que vais de mi parte, y os servirá bien.

Al decir estas palabras se despidió con un ademán elegante y se volvió al grupo de jóvenes que había abandonado.

-Os felicito, Bernardo -dijo Vandreuil-; habéis lanzado muy bien vuestro reto. ¡Decidle tales palabras a Comminges! No está habituado a que le hablen de esa manera. Se le considera el más grande de los esgrimidores, después de haber matado al gran Canillac; porque Saint-Michel, a quien mató hará dos meses, no constituía un gran honor. Saint-Michel no era de los más hábiles, mientras que Canillac había ya matado a cinco o seis caballeros, sin sufrir ni un rasguño. Había aprendido en Nápoles con Borelli, y se decía que Lausac, sintiéndose morir, le enseñó un golpe secreto, con el cual lograba sus triunfos; pero, a decir verdad, como Canillac había saqueado la iglesia de Auxerre y arrojado a tierra las hostias sagradas, es natural que fuese castigado.

Mergy, aunque estos detalles no le divertían, se creyó obligado a continuar la conversación, temeroso de que Vandreuil sospechase algo ofensivo para su bravura.

-Felizmente -dijo- no he saqueado ninguna iglesia ni he tenido en mis manos una hostia consagrada; tengo, pues, un menor peligro que correr.

-Necesito haceros una advertencia. Cuando crucéis el hierro con Comminges, tened cuidado con una de sus fintas, que le costó la vida al capitán Tomaso. Gritó Comminges que la punta de su espada estaba rota. Tomaso elevó entonces su arma por encima de la cabeza, aguardando el ataque; pero la espada de su adversario, que conservaba la guardia, penetró en el pecho de Tomaso, el cual estaba completamente desprevenido... Pero os vais a batir con espadas largas, y no es tan peligroso el golpe[2].

-Me defenderé lo mejor que pueda.

-¡Ah! Escuchad todavía... Elegid una daga cuya empuñadura sea sólida; son muy útiles para las paradas. ¿Veis esta cicatriz en mi mano izquierda? Me la ocasionó el haber salido un día de casa sin daga. Tallard y yo nos desafiamos, y, falto de una defensa importante, llegué a creer que perdía la mano.

-¿Y fue herido el contrario? -preguntó Mergy, adoptando un aire de distracción.

-Gracias a un voto que hice a San Mauricio, mi Patrón, pude matarlo... Cuidad de envolveros bien con alguna tela... Eso no puede perjudicar. No es tan fácil la muerte con esa envoltura... Deberíais también colocar vuestra espada sobre el altar durante la misa...; pero me olvido que sois protestante... Todavía otra advertencia... No hagáis un puntillo de honra de no romper...; por el contrario, dejarle marchar... Está falto de aliento y se ahoga... Procurad cansarle, y cuando encontréis ocasión oportuna, tiraros a fondo, con una buena estocada en el pecho, y os habréis desembarazado de vuestro enemigo.


[1] En aquel tiempo los padrinos no eran simples espectadores, pues se batían también entre ellos.

[2] El duelo concertado entre Comminges y Mergy era a un arma que en francés se llama rapiére. La traducción exacta es espetón; pero he preferido llamarle espada larga, ya que el otro vocablo está en desuso.-N. del T.