Este fragmento pertenece a la obra de Joseph Conrad, “El Duelo”, llevado al cine por Ridley Scott en el film “Los Duelistas”. Los protagonistas son dos oficiales de caballería del ejercito de Napoleón, los tenientes D’Hubert y Fraud. La historia surge a partir de un entredicho entre ambos oficiales (no lo diré para quienes quieran leer el libro) que genera un primer duelo entre ambos. La necedad de ambos los lleva a batirse en numerosas oportunidades, mientras la historia se sigue desarrollando en Europa, y el fragmento aquí trascripto es el segundo encuentro entre ellos (el primero formal, con padrinos, desafío previo, lugar del encuentro, etc.). El encuentro es breve, próximamente transcribiré otro de los duelos, mas prolongado y más violento.
En la película de Scott este es el segundo duelo:
http://www.youtube.com/watch?v=SCuuH6sKNbw&feature=related
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Pero la investigación no se llevó a cabo. En cambio, el ejército salió a campaña. Puesto en libertad sin mayores observaciones, el teniente D'Hubert volvió a hacerse cargo de sus tareas militares, mientras el teniente Feraud, con su brazo recién libre del cabestrillo y sin haber sido interrogado, cabalgó a la cabeza de su escuadrón para terminar su convalecencia en el humo de los campos de batalla y al aire fresco de los vivaques nocturnos. Este vigorizante tratamiento le sentó tan bien que, al primer rumor de la firma de un armisticio, giraron inmediatamente sus pensamientos en torno a su contienda privada.
Esta vez tendría qué ser un duelo ajustado a todas las reglas. Envió dos amigos a presentarse ante el teniente D'Hubert, que se encontraba con su regimiento a escasas millas de distancia. Estos amigos no hicieron preguntas a su apadrinado. "Me debe una ese bello oficialito", había dicho Feraud, sombríamente; y ellos se marcharon muy contentos a cumplir con su misión. El teniente D'Hubert no tuvo dificultad en encontrar dos amigos igualmente discretos y leales.
—Hay un individuo a quien tengo que dar una lección —había declarado él escuetamente, y ellos se consideraran satisfechos con esta explicación.
Bajo estos pretextos se convino un duelo a espada, debiendo llevarse a cabo, al alba, en un campo apropiado. A la tercera arremetida, el teniente D'Hubert se encontró tendido sobre la hierba húmeda de rocío, con una herida en el costado. A su izquierda se extendía un paisaje de prados y bosques, iluminado por un sol apacible. Un cirujano no, el flautista, esta vez, sino otro se inclinaba sobre él y palpaba la herida.
—Una buena estocada. Pero no será grave. El teniente D'Hubert escuchó estas palabras con placer. Sentado en la hierba húmeda y sosteniéndole la cabeza sobre las rodillas, uno de sus padrinos dijo:
—Los azares de la guerra, mon pauvre vieux. ¿Qué le parece? ¿No cree conveniente hacer las paces como un hombre sensato? Sea razonable.
—No sabe usted lo que pide —murmuró el teniente D'Hubert, con voz débil—. Sin embargo, si él...
Al otro extremo del prado los padrinos del teniente Feraud le insistían para que fuera a estrechar la mano de su adversario.
—Ya se ha pagado usted como lo deseaba..., que diable! Es lo único que le queda por hacer. Ese D'Hubert es un tipo decente.
—Conozco bien la decencia de estos favoritos de los generales -murmuró el teniente Feraud, con los dientes apretados, y la sombría expresión de su rostro desalentó toda insistencia a concertar la reconciliación. Saludándose desde cierta distancia, los padrinos condujeron a los duelistas fuera del campo. El teniente D'Hubert, muy estimado entre sus compañeros por su gran valor unido a un carácter franco y siempre parejo, fue muy visitado aquella tarde. Se observó que el teniente Feraud no frecuentó, como era costumbre, los lugares donde sus amigos pudieran darle sus felicitaciones. No le habrían faltado, pues él también era querido por la exuberancia de su naturaleza meridional y la sencillez de su carácter. En todos los sitios donde los oficiales tenían costumbre de reunirse al final del día, el duelo de aquella mañana fue comentado bajo diversos aspectos. Aunque el teniente D'Hubert resultó herido esta vez, su juego de esgrima fue notable. Nadie podía negar que fuera muy arriesgado y científico. Llegó a decirse que había sido herido sólo porque deseaba manifiestamente hacer gracia a su adversario. Pero muchos opinaban que el vigor y el empuje de los ataques del teniente Feraud eran irresistibles.
Los méritos de ambos oficiales como esgrimistas eran francamente discutidos, pero su actitud reciproca después del duelo fue comentada apenas y con la mayor prudencia. Eran irreconciliables, lo que resultaba por demás lamentable. Pero al fin y al cabo, ellos sabían mejor que nadie la forma en que debían cuidar de su honor. No era una cuestión en la que debieran entrometerse demasiado sus compañeros. En cuanto al origen de la querella, la impresión general era que se remontaba a los tiempos en que ambos estaban de guarnición en Estrasburgo. Al oír esto, el cirujano flautista sacudió la cabeza. El creía positivamente que databa de más larga fecha.
—Pero, por supuesto, usted debe saberlo todo —exclamaron varias voces, ávidas de curiosidad—. ¿Qué fue lo que sucedió?
Lentamente el doctor apartó la vista de su copa.
—Aunque lo supiera todo, no podéis esperar que os lo diga cuando los dos protagonistas del incidente prefieren guardar su secreto.
Se levantó y se marchó, dejando tras sí una honda sensación de misterio. No podía quedarse allí más rato, pues ya se acercaba la hora mágica de su musical sola.
—Es evidente que tiene los labios sellados —observó solemnemente un oficial muy joven cuando se hubo marchado el médico.
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Como vemos, el asunto era por demás serio, y aunque el lector sepa como surgió la historia, no ocurría lo mismo para los compañeros de armas de estos oficiales.
Ojala guste el tema y lo comentemos.
Saludos